Los bebés de Filadelfia hablan igual que los de Sevilla
Calle Rioja
María Zambrano, que da nombre a la estación de tren de Málaga, es una de las que aparecen en la biografía novelada que Andrés Neuman ha escrito sobre María Moliner
Salíamos para Sevilla de la estación de tren María Zambrano de Málaga. La escritora veleña aparece dos veces en el libro que estaba a punto de terminar en el viaje. Una primera mención junto a Virginia Wolf; más adelante, ya en plena guerra civil, como consejera de la Infancia Evacuada. En el libro aparece como “la joven Zambrano” porque, coetánea de la Cruzcampo y la acción del Ulises de Joyce, nació en 1904, cuatro años más tarde que María Moliner (1900-1981, un mes antes del 23-F), la protagonista de la biografía novelada que ha escrito Andrés Neuman con el título de Hasta que empieza a brillar (Alfaguara).
Tres libros extraordinarios que he leído este año llevan títulos que no invitan a su lectura o al menos a su compra en una librería. Uno es éste de Neuman. Los otros dos serían Me piden que regrese, de Andrés Trapiello, y Por si un día volvemos, de María Dueñas, que mandaba en los escaparates de la estación María Zambrano. Cuando los lees, sus títulos te parecen perfectos y apropiados, pero carecen de esa fuerza no sé si comercial o mágica de Memorias de Adriano, Cien años de soledad o Los santos inocentes. El brillo de Neuman se refiere a las palabras y el título procede de una cita de Emily Dickinson. “A veces escribo una palabra y me quedo mirándola hasta que empieza a brillar”.
Los diccionarios son un género autobiográfico. En el caso de María Moliner, es literal. Le dedicó media vida a estos dos tomos que ocupan más de tres mil páginas que los académicos de la Lengua le reconocieron descartando su candidatura a la primera mujer que ocupaba un sillón de la RAE. En la votación final se impuso la del lingüista Emilio Alarcos.
La guerra pasó por la mitad de su vida, degradándola 18 peldaños por roja en el escalafón profesional. De inspectora de bibliotecas rurales en la República pasó a un discreto trabajo en el Archivo de Hacienda de Valencia. Un castigo en toda regla que no mermó el sueño de su vida. Ella fue la primera mujer catedrática en la Universidad de Murcia y fue su amiga Carmen Conde, nacida en Cartagena, de cuya Universidad era profesora, la que consiguió romper ese techo de cristal contra el que se habían estrellado Carolina Coronado, Emilia Pardo Bazán o María Moliner. La misma Universidad de la que dio el salto a los escaparates de las librerías y a millones de hogares María Dueñas.
El Diccionario, lo cuenta Neuman con una pasión admirable, fue su sexto hijo. La primera también se llamaba María y murió poco después de nacer. Tuvo tres varones y otra hembra, Carmina, que se encargó de organizar los catálogos de las palabras afines en el diccionario de su madre.
Llevó adelante su vida profesional, iniciada en el Archivo de Simancas, el Diccionario, las inclemencias políticas y la familia. La labor de madre fue fundamental en su decantación científica. “¿De qué se hablaba antes del habla?”, se preguntaba intuyendo “que la formación lingüística empezaba en la lactancia” (Neuman). Conforme pasaba las páginas en el tren, detrás de nosotros viajaba un matrimonio de Filadelfia con su hija de diez meses. Sus gorjeos, llantos, proclamas de júbilo y descojone eran exactamente iguales que los de Laurita, mi nieta de siete meses. A María Moliner le indignaba que los sesudos académicos no hubieran incluido palabras como “abuelez” o “abuelidad”. Pero ahí teníamos a la niña de Filadelfia, la ciudad de la película de George Cukor, hablando el mismo idioma que mi nieta sevillana. Las dos políglotas, ecuménicas.
En la vida de María Moliner van apareciendo de forma sutil otros acontecimientos: el concierto de los Beatles en Madrid, la llegada del hombre a la Luna, la muerte de Franco y también el nombramiento de Dámaso Alonso como director de la Academia de la Lengua. Que sufrió en sus carnes el descarte de su amiga. María Moliner nació en Paniza, en el campo de Cariñena, y desde muy joven cultivará la amistad de su paisano Luis Buñuel.
Cuando Dámaso la llama para hacerle saber que está nominada para la Academia, su candidatura despierta un inusitado interés periodístico. Dice Neuman que María Moliner sentía aprensión lingüística por las entrevistas en prensa, siendo devoradora de periódicos. “Si le daban a elegir, se inclinaba por la radio”. Subrayé esa frase porque nunca olvidaré que los dos tomos del María Moliner que están en nuestra biblioteca fue el regalo de bodas que María Esperanza Sánchez, una de las voces más personales de la radio española, y Joaquín Petit, nos hicieron en julio de 1989. El año que Cela ganó el Nobel de Literatura. En el libro se da a entender que el escritor gallego fue uno de los que vetó su nombramiento porque la monumental obra de María Moliner salió casi a la par que su Diccionario secreto.
El Chorro. Bobadilla. Antequera. Pedrera. Osuna. Marchena. Arahal. Qué diría de cada uno de estos topónimos del tren la lingüista cuyo destino estaba marcado en el propio callejero: en Madrid vivió en la calle Don Quijote y de allí pasó a la calle de Moguer, con la consiguiente broma de Carmen Conde sobre Juan Ramón y Zenobia Camprubí. Hay dos viajes en tren en el libro de Andrés Neuman. Uno real, el que hace María Moliner horas después de presentar en abril de 1966 el Diccionario para asistir al entierro de su hermano Quique en Zaragoza. Otro imaginario para explicar la noción de americanismo, “que la Real Academia aplicaba a cualquier palabra común en cualquier lugar al que no se pudiera llegar en tren desde Madrid”. En su época, sólo se llegaba a América en barco. Hay un viaje a Buenos Aires en el libro, la ciudad en la que nace Andrés Neuman para terminar viviendo en Granada, donde escribió Hasta que empieza a brillar.
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