La ciudad de nunca jamás

La Sevilla del guiri

La ciudad de nunca jamás
La ciudad de nunca jamás
John Julius Reel

01 de mayo 2010 - 05:03

TENGO un amigo muy culto, un novelista de Estados Unidos. Estudiamos juntos en la Universidad y, después, pasamos casi diez años juntos en Nueva York. Es francófilo. Escribió gran parte de su primera novela en París. Es aficionado a los vinos y las películas francesas. Es un caballero, sensible y erudito. Aunque los americanos en general tienen -quizás justamente- esta fama de conformarse con su ignorancia, mi amigo Cameron tiene verdaderas inquietudes y reboza de sofisticación. Lo puede ver cualquiera.

Sin embargo, cuando me visitó en Sevilla y lo llevé la primera tarde a tapear al barrio del Arenal, volvió hacia mí durante uno de los pocos momentos tranquilos de juerga y me dijo, con el simple asombro del más palurdo cateto: "¡No tiene nada que ver esto con México!".

Escogí a mi amigo como ejemplo de cómo son los americanos, aunque en otro tiempo hubiera servido yo mismo. Antes de llegar aquí, pensaba que Antonio Banderas y Penélope Cruz eran hispanos por sus papeles en las películas americanas. Paz Vega, sí, sabía que era española, por haberla visto primero en Lucía y el Sexo, el tipo de película mala de Europa que es aún peor que la películas malas de Hollywood, porque encima es pretenciosa. Pero si la hubiera visto primero en la película Spanglish, seguro que habría pensado que ella también era de mi lado del Atlántico.

Diría yo que, para el americano normal y corriente, Sevilla suena más a leyenda que a realidad, como la ciudad perdida de la Atlántida que se dice fue parte de Andalucía antes de que se hundiera misteriosamente en el mar. Fue en parte por esta aura de La Tierra de Nunca Jamás por lo que elegí Sevilla a la hora de cambiar mi vida y trasladarme a Europa. Más allá de una ópera de Rossini y otra de Bizet, no conocía nada de Sevilla. Imaginaos lo sorprendido que me quedé cuando me enteré que Macarena, la canción (no sabía antes que era otra cosa), no fue un fenómeno nacido de un gueto hispano de Nueva York, sino escrito por dos sevillanos mayores con aspecto de gángsteres americanos y que ahora viven como dos maharajaes en Dos Hermanas.

Supongo que sabréis que los hispanos siempre han estado entre las minorías marginadas de Estados Unidos, más o menos como los marroquíes o los gitanos aquí. Recuerdo un día que, tomando una copa en la Alameda, oí por casualidad a un sevillano diciendo: "No soy racista". Una frase que, casi sin fallar, termina con otra frase racista: "Pero no alquilaré jamás un piso a un moro". Me hubiera gustado decirle que si viviera en Estados Unidos, lo hallaría tan difícil como el marroquí de Sevilla para encontrar un piso en condiciones decentes. Quizás me habría respondido: "¿Por qué? No soy negro". A lo cual habría respondido yo: "Negro, hispano, llevan casi el mismo estigma en mi país. Y para que sepas, hispano es en mi país un epíteto, como chino aquí, que engloba una gran variedad de nacionalidades y culturas en un único estereotipo falso y superficial".

Ser miembro de una minoría despreciada no tiene que ser del todo malo. Por ejemplo, el barrio Spanish Harlem de Nueva York, uno de los pocos barrios de Manhattan donde todavía se puede encontrar un piso de alquiler asequible, se hace mejor cada día, aunque la mayoría de los estadounidenses blancos mantienen demasiado las distancias para saberlo y aprovecharlo. Si un día me traslado a Nueva York con mi familia, mi mujer se encargará de encontrarnos un piso en este mismo barrio. Mi físico y mi castellano con acento americano blanco no valdrían. Me contestarían en inglés, queriendo mostrarme que ser hispano no significa que no pueden dominar el inglés igual o mejor que yo. Después de dos viajes a Nueva York, tengo comprobado que esta misma gente está encantada de hablar español con mi mujer. Su lengua nativa y su piel morena la hacen instantáneamente socia de un club al que nunca podré pertenecer yo.

Cuando estamos en mi país y nos reunimos en familia, mi mujer es claramente la negrita. Y después de estar ni siquiera una hora al sol, destaca aún más. Mi familia se recrea, casi haciendo gala, de tener ahora esta variedad de sangre latina como parte del mestizaje familiar y se resiste a reconocer que no todos sus compatriotas van a verla sin ideas preconcebidas. Durante nuestro último viaje a mi tierra natal, estando de conversación en familia, planteé la posibilidad de que mi mujer trabajara como niñera en Nueva York en un futuro:

-Puede ganar un buen sueldo si encontramos la familia adecuada, dije.

Expliqué a mi mujer:

-Normalmente las británicas y francesas pueden pedir un poco más.

-¿Por qué? -dijo mi mujer en español- ¿Por Mary Poppins? Pues con niñeras británicas y francesas no sé qué arte van a tener los niños.

Me dijo mi madre en inglés:

-Hablas como si tu esposa fuera mexicana.

Seguro que los mexicanos no merecen ser siempre el blanco de los chistes en este artículo. Es que los malentendidos son inevitables cuando compartes una frontera con el país más prepotente y mimado del mundo.

Como estadounidense, la parte buena de mi herencia es ser siempre optimista. Por lo tanto, si este desprecio a los hispanos y esta ignorancia sobre España no cambian a medida que pasan los años, por lo menos, cuando mis dos niños alcancen la mayoría de edad y prueben suerte en Estados Unidos, podrán aprovecharse de esta discriminación positivamente. Hay instituciones que quieren dar la imagen de no tener prejuicios, y otras obligadas a tener un porcentaje mínimo de cada minoría marginada. Sin dudar ni un momento, quitaré el nombre anglosajón de sus apellidos para las solicitudes de becas y admisión a las instituciones de enseñanza superior.

Es decir, si España y, claro, Sevilla se quedan más o menos inexistentes en el mapa de la mayoría de los americanos, incluso los cultos, no me moriré de pena. De hecho, espero con mucha ilusión el día en el que algún americano pregunte a mis hijos: "¿Sevilla está cerca de México?". Pueden decir, sin tomarle demasiado el pelo: "No, cerca de la Atlántida".

stats