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VII Premio Manuel Clavero

El encanto de la repetición

  • Solo le faltó apagar la luces del Alcázar, como hacía con los despachos del Ayuntamiento para ahorrar

La entrega del VIl Premio Manuel Clavero a Soledad Becerril, en imágenes

La entrega del VIl Premio Manuel Clavero a Soledad Becerril, en imágenes / Antonio Pizarro

A Soledad Becerril le examinaban el vestuario cada Jueves de Corpus. Y soportaba en silencio las sentencias del pueblo, unas veces bisbiseos como dardos, otras elogios como pétalos. “Mira, la Becerril con el mismo vestido que el año pasado”. Ahora, con la serenidad de siempre barnizada por el paso del tiempo, confiesa que oía con disimulada atención los comentarios del público cuando presidía la representación municipal. Procuraba no sufrir el síndrome de la Moncloa en versión hispalense. Han pasado 23 años de su toma de posesión como alcaldesa en el Salón Colón. Y la verdad es que si entonces repetía estética, hoy sigue repitiendo estilo. Se apreció con nitidez en el Real Alcázar. El tono de voz pausado, la claridad en la dicción, alguna pincelada de humor, los recuerdos emotivos, el concepto de ciudad más allá de las postales, el homenaje perpetuo a Alberto y Ascensión, la referencia por sus nombres de pila a sus principales colaboradores… A Soledad le faltó la otra noche apagar las luces del Alcázar cuando terminó el acto, como hacía cuando era alcaldesa y se afanaba en ahorrar costes a las arcas municipales en aquella Sevilla deprimida tras la Exposición Universal. Veía despachos encendidos y despoblados y ella misma irrumpía en la estancia para cerrar la luz. Educación se llama. Una luz encendida inútilmente hiere a los sentidos casi tanto como un grifo abierto tirando el agua.

Hay quienes se pueden permitir el lujo de repetir traje, como hay quienes lucen una corbata barata, pero parece cara porque el usuario le da lustre. La importancia de la percha es clave. Estilo se llama. Soledad sigue sin repartir abrazos. Nunca ha sido amante de las farolas. Ni de besar a hombres con barba. Prefiere un “adiós, adiós” varias veces pronunciado que le permita no pararse a saludar y poder seguir su camino. Mantiene tantos años después esa combinación de timidez y altivez, ahora un punto rebajada quizás por el abandono de las funciones públicas, por saberse ajena a las trincheras, por disfrutar de una etapa de recolecta de premios y reconocimientos en una sociedad necesitada de una clase política con referencias sólidas, con trayectorias exentas de aristas, con personajes que sigan siendo algo por sí mismos sin necesidad de fajines de concejales o de carteras ministeriales. La política de hoy es una huerta de mindundis donde florecen los pepinos. Y Soledad es una dama, reina del tablero que supo escoger pocos alfiles, pero fieles. Soledad, como podría decir Muñoz Molina, ha hecho “cosas sustanciales” por la ciudad, una gestión que deben conocer las nuevas generaciones, esas que ahora leen poco y frecuentan muchas redes sociales. No es simpática ni graciosa, pero sí hacendosa, buena administradora, gestora seria y sabe vestir los cargos sin imposturas.

Al acto asistió el cardenal Amigo, que mandaba en la diócesis trece años antes de que Soledad fuera alcaldesa, y que en el Alcázar conectó con el ahora candidato del PP, Beltrán Pérez, al que el purpurado preguntó con humor si prefería ser llamado “prealcalde o protoalcalde”. Don Carlos le explicó a Pérez que, precisamente, el cardenal protodiácono es el encargado de anunciar el nombramiento de un nuevo Papa desde la balconada principal de la Basílica de San Pedro. Habemus papam. Don Carlos, primer Premio Clavero, quiso estar con la alcaldesa, que en Sevilla no es otra que Soledad, como el cardenal no es otro que Don Carlos. Juntos vivieron el atentado de Don Remondo, la calle donde siempre es enero, donde siempre hace un frío que hiela los corazones. Soledad y el cardenal, el cardenal y Soledad, lloraron juntos aquel final de enero de 1998. Las emociones unen para siempre cuando se guarda ese respeto que viene envuelto en el celofán de la memoria y se adorna con el lazo del señorío.

Soledad no vive en Sevilla. Tal vez sea la mejor forma de seguir amando la ciudad: echarla de menos. Tiene dedicada una plaza pública gracias al alcalde Juan Ignacio Zoido, al que citó con gratitud. Como citó varias veces al socialista Juan Espadas: “Nuestro alcalde”. De los ex alcaldes sólo refirió a Manuel del Valle. Valle tiene buenas relaciones tanto con Soledad como con Javier Arenas, presente en la cena y que hoy sigue ejerciendo de faro del PP sevillano.

Soledad tuvo ocasión en su discurso para dejar en el aire algunos reproches de baja intensidad, sutiles, incluso finos, al citar, por ejemplo, a Felipe González entre las personalidades que hicieron comentarios frívolos sobre su designación como primera mujer ministra del actual periodo democrático. Era otra España. Lo hizo sin herir, sin decir el pecado, pero nombrando al pecador.

La alcaldesa Soledad siempre daba por concluidas las cenas a las doce como muy tarde, como si todas las cenas fueran siempre en el Alcázar, el monumento que debe estar limpio y recogido para brillar a la mañana siguiente como si nada hubiera acontecido la noche anterior. Se fue Soledad del Alcázar no sin recordar la figura de don Manuel Olivencia. Se marchó Soledad y quedó la sensación de que con ella se ha ido de la vida pública todo un estilo. Los perfiles como el de esta dama parecerían hoy fuera de cacho en una política encorsetada por los aparatos, ahogada por la continua producción de titulares efímeros y condicionada por el márquetin. Se fue Soledad con sus silencios huyendo, como es usual en ella, de los abrazos fatuos de las farolas, con su círculo reducido de siempre. La Sevilla de Soledad es pequeña. Su mérito es que siendo persona de estudiadas minorías, de tonalidades distintas pero definidas como en un cuadro de Laffón, gobernó Sevilla con una mayoría propia y apuntalada por un andalucismo emergente. Hoy la ciudad es muy distinta a la que dejó de pilotar en 1999. Pero su estilo es el mismo, como el vestido de aquel Corpus. El pueblo nunca se equivoca cuando canta las verdades impertinentes. Soledad siempre guarda las distancias porque sabe lo impertinente que puede ser una ciudad como Sevilla, que añorada desde Madrid debe resultar preciosa. Se valora más lo que, una vez conocido, se echa de menos. Que se lo pregunten a Soledad. Y que se lo pregunten a Sevilla. Ambas se aprecian… en la distancia.

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