Sevilla

Un fraile en la ciudad del Gran Inquisidor

  • Carlos Amigo ha aprendido en Sevilla a ser Príncipe de la Iglesia sin olvidar su pertenencia a una orden mendicante

Cuesta un tiempo entender, cuando se llega de fuera a Sevilla, como le ocurrió un día a fray Carlos Amigo, que hay ciertas leyes de la ciudad que están grabadas a cuchillo en la corteza de los naranjos del patio de la Catedral; hasta que no se aprende a leerlas, hay muchas finezas de la cotidianeidad sevillana que se pierden detrás del silencio, del lenguaje gestual e, incluso, de la polisemia de las palabras, arte mayor de la cultura local. Al revés también sucede: cuesta entender al que llega de fuera.

Amigo, que en Tánger aprendió a vivir en minoría, vino de fuera y pasó con éxito bajo las horcas caudinas de esa cierta estructura sociocultural que se expresa en los símbolos y que aquí se llama tradición.

Amigo supo interpretar la tradición de Sevilla según los propios cánones de la ciudad y ha sabido vivir en ella gestionando una de las demarcaciones eclesiásticas más antiguas del orbe con su propio estilo; un estilo que le ha costado roces en la Conferencia Episcopal y que, también, le ha traído alguna rosa, como su creación como cardenal y, con ello, su recepción en uno de los clubes más selectos del planeta.

¿Y Sevilla? ¿Ha entendido Sevilla a Carlos Amigo?Franciscano y cardenal. Miembro de una orden mendicante fundada en el siglo XIII por un outsider radical y, a la vez, príncipe de la Iglesia. A Carlos Amigo, además de ver la tele y navegar por i nternet, le gusta leer. Desde el ensayo de cosmología más teórico a la crítica social más acerada de Le Monde Diplomatique. Sin embargo, no es, en puridad, lo que podría llamarse un intelectual. Sus inquietudes no se centran en los territorios de debate donde uno podría cruzarse con un cardenal Martini o con un arzobispo de París tipo Lustiger. Más bien, es un hombre de acción que sabe que, cuando gobierna, está solo. Quizá por eso le cuesta tan poco comprender el trabajo político, la gestión de la cosa pública, eso que antes se llamaba el bien común, que tanto valora.

Dostoyevski ubica en Sevilla, justo en lo que hoy es la Plaza de la Virgen de los Reyes y, quizá, el palacio arzobispal, la acción de La leyenda del Gran Inquisidor, un relato inserto en Los hermanos Karamazov. Escrito a muchos miles de kilómetros del escenario original, sólo hay un fallo en la descripción del ambiente: en primavera, más que a jazmín, en Sevilla se dice que huele a azahar. Por lo demás, el ruso lo clava: las mismas piedras, la misma gente, el mismo aire. El mismo silencio ante el poder y, también, el silencio ante el hombre desconocido que hace aparición en la plaza y se enfrenta, sin un grito, a ese mismo poder, personificado en el gobernante eclesiástico local. Carlos Amigo ha aprendido a gestionar sus palabras tanto como sus silencios en una ciudad donde lo que se dice o se calla marca la diferencia entre el éxito y la muerte civil, como bien sabía Cervantes. Pero Amigo no se ha olvidado de sus raíces. Es franciscano. Y los franciscanos son gente peligrosa. Porque son prácticos y apasionados. Salieron de Sevilla hacia América y llevaron al Nuevo Mundo nada menos que el sueño de edificar allí la Nueva Jerusalén. No en vano siempre ha seguido Amigo de cerca y con simpatía la actualidad de las naciones latinoamericanas.

Liliana Cavani llevó por dos veces al cine la vida de Francisco de Asís. En la segunda el protagonista, Mickey Rourke, se arrastraba por los bosques helados y los caminos de nieve intentando asumir que había escuchado la voz de Dios y estaba vivo para contarlo. Ahora, fray Carlos se va. A asumir que se vuelve al convento, que vuelve a ser un fraile más. A soñar de nuevo con las voces de Asís.

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