Calle Rioja

Hay libros que no caben en el equipaje

  • Biblioteca. Es un clásico la canción del verano, pero poco se habla de los libros del verano. Lecturas de playa, de piscina o de tumbona que hay que seleccionar con mucho cuidado

Una pareja lee en la playa de Ayamonte.

Una pareja lee en la playa de Ayamonte. / M. G.

Ajoël Dicker siempre lo he leído en verano. El verano, empezaba Caballero Bonald su Tiempo de guerras perdidas, era la estación que marcaba la frontera de la infancia. Y, por tanto, de la memoria. A Joël Dicker siempre lo leí en verano y en Ayamonte. Y en libros prestados, habitualmente de alguna de mis hijas. Menos mal que dentro de dos años este escritor suizo nacido en 1985 cumplirá cuarenta años. Ya nos dejará de asombrar su insultante juventud. Da igual que sus lectores también tengamos dos años más. Él ya cumplirá esa barrera cronológica a partir de la cual, según Gil de Biedma, empezaba la nostalgia.

Como dejamos de veranear en Ayamonte, yo dejé de leer a Joël Dicker. Lo fui leyendo en diferentes destinos vacacionales: el Edificio Estadio (donde vivimos el gol de Iniesta en el Mundial de Sudáfrica el año que Dicker cumplía 25 años), Punta del Moral (que me suena más a Juegos Olímpicos de Río de Janeiro, los últimos sin pandemia). Así fueron cayendo los tochos del precoz novelista helvético: La verdad sobre el caso Harry Quebert, La desaparición de Stephanie Mailer o El enigma de la habitación 622. Tan enigmática como la buhardilla del hotel donde vive su destierro el protagonista de Un caballero en Moscú, la fantástica novela de Amor Towles. La habitación del hotel de la novela de Dicker tiene el mismo número que los 622 partidos que Joaquín ha disputado en Primera División. El bético y helvético.

Por un curioso behaviorismo, como la función siempre hace al órgano, es como si las tramas de esas novelas hubieran ocurrido en Ayamonte, ilustradas por dibujos de Florencio Aguilera, como si el escritor suizo se hubiera metido en el sagrado territorio de esa saga de novela negra y ayamontina de Salvador Gutiérrez Solís. Llegaba el verano de 2023 y aunque Ayamonte ya forma parte del pasado (espero que también lo forme del futuro), conseguí que mi hija me dejara la última novela de Joël Dicker, El caso Alaska Sanders. Es muy cinematográfico con sus títulos. Lo secciono en una cantante nacida en México y pionera de la movida madrileña y en un antediluviano anuncio de piensos en el que un cerdito intentaba entrar por un triángulo: Yo también prefiero Sanders.

Intenté incorporar Alaska Sanders a mi equipaje y empezaron los problemas. En la maleta para una escapada de unos días a Rota ocupaba muchísimo sitio, el doble que el neceser, lo que lo convertía en inneceser. No lo quiera Dios, que diría Lola Flores, que lea alguna vez una sola línea en un ebook. Me lo tiene prohibido mi médico, al que algún día le pasaré una tremenda definición viajera de Josep Pla en su Cuaderno Gris: “Las enfermedades son los viajes de los pobres”. Descarté a Dicker y de la estantería de Anagrama, Panorama de Narrativas, el amarillo de los libros del editor Herralde, cogí el más delgado. Se titula Transatlántico. Empieza con un viaje en barco desde Polonia, la patria del autor, Witold Gombrowicz, hasta Buenos Aires cuando empieza la Segunda Guerra Mundial. Obra de arte o tomadura de pelo, escribí al final. Imagino que debe ser lo primero, porque uno de los traductores es el escritor mexicano Sergio Pitol, premio Cervantes en 2005, autor de un maravilloso libro de viajes por Centroeuropa con final en Tiflis, la capital georgiana donde un equipo moscovita le hizo una encerrona al Betis en la Recopa de 1978. Gordillo llevaba un año en el equipo y faltaban ocho para que naciera Joël Dicker.

Me quedé sin gasolina literaria en el destino vacacional y empecé a leer el que acababa de terminar mi mujer. Lo hice a ciegas y fue toda una iluminación. Se titula El despertar de la señorita Prim. Lo escribe una periodista de Pontevedra llamada Natalia Sanmartín Fenollera, que es o era jefa de opinión de Cinco Días. Ha sido traducido a once idiomas. Huye de lo políticamente correcto, como se deduce de la pregunta que el hombre del sillón, personaje maravilloso de esta novela victoriana, le hace a la señorita Prim: “¿Cree de verdad que el feminismo es algo moderno?”.

Ir en autobús hasta Ayamonte es toda una aventura. Optamos por un destino sin trasbordo choquero y nos fuimos a pasar el día a Matalascañas. Si a Rota nos fuimos desde la estación de autobuses del Prado, ahora el destino nos esperaba en un andén de la de Plaza de Armas, junto a la antigua estación de tren homónima de la que bajaban toreros, reyes, artistas de Hollywood y tonadilleras. Como no llevábamos equipaje, en una mano llevaría la bolsa y en la otra el libro de Joël Dicker, carne de tumbona junto a la Torre de la Higuera y el chiringuito Pedro José. Hice el ensayo por el pasillo y pesaba una barbaridad. Recurrí de nuevo al Panorama de Narrativas de Anagrama y esta vez salió una escueta joya titulada Amor por un puñado de pelos. Una obra escrita a cuatro manos por Mohamed Mrabet, nacido en Tánger, y Paul Bowles, hijo de Nueva York pero tangerino de adopción. Tiene un prólogo de Juan Goytisolo, otro Premio Cervantes (2014).

Una historia dura y deliciosa. Menos el España de Tánger, que llegó a jugar en Primera División, la historia de amor de Mohammed y Mina transcurre en una ciudad llena de referencias españolas: el fotógrafo español, el Hospital español, un vino español (Marqués de Riscal), la calle Canarias, la avenida de España, el coñac Fundador, hasta una costurera española junto al cine Goya, personaje que me trasladó a El tiempo entre costuras, la novela de María Dueñas. Mi paisana intervendrá en unas jornadas tituladas El Ensanche español de Tetuán (25 a 28 de septiembre), que coordina la arabista Lola López Enamorado, que ha dirigido el Instituto Cervantes en Tetuán, Marrakech y Casablanca. Le hablé de mi fascinación por este puñado de pelos (me lo descubrió mi mujer, excelsa catadora de libros) y Lola me contó que en una ocasión trajo al coautor marroquí, Mohammed Mrabet, a una charla en la Universidad. Cuando vino, era boxeador. Lo cual me devuelve a Joël Dicker. En la solapa de El caso Alaska Sanders viene un elogio de Laura Fernández: “Una voz napoleónica que no escribe, boxea”. En su cuadrilátero, dos traductoras, María Teresa Gallego Urrutia y Amaya García Gallego. En la portada, una gasolinera. Lleno, por favor.

Es la primera novela de Jöel Dicker que voy a leer lejos de Ayamonte. De Pinichi y la iglesia de las Angustias, del barquito que cruza el Guadiana hasta Vila-Real de Santo Antonio, del chiringuito de Antonio y el hotel Molón. Gracias a Dicker, he descubierto a Gombrowicz, el novelista que viajaba de la patria de Woyjtila a la de Bergoglio, el combate entre Mrabet y Paul Bowles y la sutileza de la señorita Prim. El colofón lo pongo con otro libro que me acompaña, Los hombres no son islas, fragmento de un poema de John Donne con el que Nuccio Ordine (1958-2023), premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades a título póstumo, titula con un libro de autoayuda en el subtítulo, Los clásicos nos ayudan a vivir. En este libro, tras su reseña del Infierno de Dante, escribe: “¡Buenos o malos lectores, poco importa! Un libro puede cambiar la vida”. Te lleva al paraíso por un puñado de pelos.

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