Respirando sueños como quien respira aire
Palabra. Un viaje del Virgen del Rocío a la Macarena a bordo de una novela centenaria y dos autobuses de Tussam averiados. El Gran Gatsby muere en la ficción y Claudio del Campo en la realidad. Dos iconos de la elegancia

Este es un viaje sentimental del Virgen del Rocío a la Macarena. A veces uno se entera de las cosas de la forma más inopinada. El 23 de abril, día del Libro, tenía una cita hospitalaria en el Virgen del Rocío. Una ecografía en la planta de Radiología. Cogí el 2, esa línea de autobús que siempre he cogido con mi hijo hasta el bar donde hemos visto a tantos equipos caer ante el Madrid hasta la reciente cornada del Arsenal, antesala de lo que vino después en el estadio de la Cartuja. A los timones del autobús iba una conductora. En la Ronda del Tamarguillo, en la larguísima Avenida Poeta Benítez Carrasco, el celular se paró en seco. No quería seguir. Se quedó tieso como un paquidermo y todos los viajeros bajaron. Vi tres taxis en el Centro Cívico La Ranilla, donde estaba la antigua prisión. Ninguno estaba de servicio. Pasó un 2 al que no di alcance y cogí el siguiente para llegar por los pelos a la cita. La máquina, a la que llaman turnómetro, me dio el código H4X3. Equis mayúscula, no el signo de multiplicar.
Como me advirtieron que la cosa iba con retraso, adelanté con el libro que cogí en el día del Libro. ‘El Gran Gatsby’, de Francis Scott Fitzgerald (1896-1940). En realidad, se lo había regalado a mi mujer por su cumpleaños en 2013, el año que eligieron Papa a Bergoglio. Se ha muerto en el año del centenario de la magnífica novela. Cuando llegué a Madrid a estudiar Periodismo, vi la película protagonizada por Robert Redford. Por lo visto, el guión lo iba a hacer Truman Capote pero finalmente lo escribió Francis Ford Coppola. Es una de las cinco versiones cinematográficas de una historia cuyo autor murió a los 44 años. De vez en cuando dejaba la lectura para ver la sopa de números y letras de la pantalla por si llegaba mi ecografía. Era continuo el trasiego de camillas con enfermos en el que a veces los camilleros tenían que hacer valer su preferencia en una suerte de código de circulación por pasillos de hospital.
A los amigos es mejor verlos en los bares, en el mercado o en una librería, pero en el hospital coincidí con Moisés Moreno. Lo conocí hace un montón de años, cuando el Ayuntamiento me encargó un trabajo sobre la Escuela-Taller Plaza de España que él dirigía en las naves Singer de la calle Lumbreras. Fue la génesis de mi viaje equinoccial por los 48 bancos provinciales del monumento semicircular de Aníbal González. En las naves Singer (“quien dice Singer dice garantía”, se lee en ‘El Jarama’ de Rafael Sánchez Ferlosio) nació mi amistad con Moisés y con su principal colaborador, Román Ginés, artista alfarero de Aracena. Moisés me dijo que estaba en el hospital porque habían ingresado a Claudio del Campo. No entramos en detalles y seguí con ‘El Gran Gatsby’, con frases tan maravillosas como éstas: “Un nuevo mundo, material sin llegar a real, donde los pobres fantasmas, respirando sueños como quien respira aire, iban de un lado a otro a la deriva”.
Moisés está casado con Salomé del Campo, hermana de Claudio. Y de los saxofonistas Aquiles y Gautama del Campo. Los cuatro son hijos del pintor Santiago del Campo, el sevillista que en la calle Betis fue concibiendo el mural del estadio de Nervión donde también aparecen las rúbricas de Claudio, Salomé y el yerno Moisés Moreno. Aquiles y Gautama fueron los protagonistas de una de las historias de mi libro ‘Al fondo hay sitio’, episodios sobre la Expo que Juan Manuel Suárez Japón me encargó en el décimo aniversario del certamen. Los dos formaban parte de un equipo de animación musical para los visitantes a la Cartuja. A Aquiles ya lo había conocido antes como integrante del grupo Círculo Vicioso que comandado por José María Sagrista, llegó incluso a participar en el Festival de Benidorm y ganarlo.
Llegó mi turno para la ecografía. Una sala oscura, un buen profesional. Cortesía de telegrama y vuelta a casa. Cogí el 2 en la Avenida Marqués de Luca de Tena como lo anuncian en la megafonía de Tussam, calle Torcuato Luca de Tena en el rótulo. Soy un incondicional de los autobuses urbanos, un exégeta, un hermeneuta, un pregonero del transporte público, pero nunca me había ocurrido esta circunstancia. Que después de la avería a la ida en la Ronda del Tamarguillo, volviera a suceder lo mismo en el viaje de vuelta. En esta ocasión, el deschave, que dicen en Argentina, se produjo en la Avenida Manuel del Valle. De nuevo abajo el pasaje y a esperar dos autobuses, porque el primero parecía la caseta de Feria El Garbanzo Negro en hora punta. Lo bueno es que con tanta avería avancé en El Gran Gatsby una barbaridad.
Al día siguiente sonó el teléfono. Se me olvidó quitarle el sonido y me encontraba en la Macarena. Estábamos a punto de entrar con algunos miembros de la junta de la hermandad para ver el camarín de la Virgen. Ese momento en el que compruebas que la Madre de Dios es la madre de todos nosotros. La sinécdoque más hermosa. Era Moisés con la peor de las noticias: Claudio había fallecido. Pero al menos le dio tiempo a despedirse con entereza y mucho sentido del humor de todos sus seres queridos.
Gatsby también muere al final de la novela. En el libro hay una referencia ‘española’: en uno de los sueños del narrador, Nick Carraway, imagina un cuadro de El Greco. Claudio del Campo, cuyo nombre vi tantas veces en algunos de los catálogos y exposiciones más relevantes de la ciudad, se me pareció y apareció siempre como un gentilhombre del arte y de la vida. Traté mucho a su padre, me reí mucho con sus hermanos, aprendí una barbaridad con su cuñado. A Claudio, que además compartía con él la pasión y la dedicación a la fotografía, le veo una elegancia innata como la que ungía a Atín Aya. Hombres sin ruido, sin aspavientos, confundidos con el paisaje, escapando de los titulares y de la farándula. Aires de Gatsby, respirando sueños como quien respira aire. De Claudio del Campo puedo contar pocas cosas. Cuando empecé a tratar a Manuel Salinas, con el que después hice una buena amistad, le pedí un curriculum para un perfil en una sección de Diario 16 que se llamaba Gente del 92. Me mandó su nombre, su fecha y ciudad de nacimiento. Escribí que era el Salinger de la pintura. Imagino que Claudio pertenece a ese tipo de seres que huían del engreimiento, de las pompas y vanidades.
Ignoro sus creencias, pero le recé a la Macarena una Salve por Claudio del Campo. En un camarín que visitaron todos los pintores que asumieron el reto de hacer el cartel de la hermandad cuando se encargaba de este cometido Ricardo Suárez: por allí he visto pasar y emocionarse a Félix de Cárdenas, Guillermo Pérez Villalta o José Luis Mauri. El mural del Sevilla que hizo su padre tiene hoy mucho mejor aspecto que el equipo. Santiago del Campo me contaba que para los patronos Leandro e Isidoro que escoltan a San Fernando en el escudo de la ciudad se inspiró en su mujer y en Manuel Rico Lara. No sé qué parte alícuota le tocó a Claudio del Campo en ese equipo de ayudantes del mural que completó con su hermana Salomé y con su cuñado Moisés, el amigo al que vi en la sala de espera de Radiología del Virgen del Rocío y me llamó por teléfono cuando estaba en la Macarena. El mismo conducto por el que el arzobispo Bueno Monreal se enteró cuando estaba de visita parroquial en octubre de 1959 en esta iglesia de que había sido elevado al cardenalato por el Papa Juan XXIII. Cardenal, la palabra de moda.
También te puede interesar
Lo último
Contenido ofrecido por ECoMmerce TOUR SEVILLA 2025