Una tarde en las Urgencias del Macarena
Sanidad Pública. Retrato en primera persona del funcionamiento el personal sanitario en un gran hospital público, una armónica orquesta en un tablero de ajedrez
El mismo día que a Eduardo del Campo, Caniggia cuando jugábamos al fútbol, el Miguel Strogoff de Tirana y Sarajevo, le daban el premio Andalucía de Periodismo por un reportaje sobre la vida cotidiana de una enfermera que ha prestado sus servicios en la UCI del hospital Macarena (hoy se cumplen dos años de aquel fatídico 2 de abril de 2020 en que se alcanzó el tope de fallecimientos: 950… y sin mascarillas), yo estaba en ese mismo hospital haciendo periodismo de investigación.
Una esdrújula, el síncope, me llevó a ocupar una silla de ruedas después de pasar por las tres ventanillas de Admisión de Urgencias. La empujó mi mujer, que debía sentirse la secretaria de Ironside. Atrás dejábamos una breve espera en la que un hombre con la jerga de las tertulias de radio y televisión hablaba de recortes y pedía cabezas.
Dentro iba a descubrir una orquesta perfectamente conjuntada. La sala de las consultas era como un tablero de ajedrez. Los que estaban en las camillas serían los caballos; los de las sillas transportables, los alfiles. Los médicos, enfermeras y celadores, los peones. Y sobre el tablero, moviendo las fichas del rey y la reina, los parientes de los pacientes. Fueron seis horas recabando datos para el mejor reportaje. La gama de dolores y dolencias eran muy variados. El factor vocacional tiene que ser fundamental en los profesionales que se encargan de mitigarlos. Vimos a una princesa del desierto que lo mismo podía ser de Tinduf que de las montañas del Atlas. Una pareja de subsaharianos en la que el dolor lo ponía el hombre y la voz cantante, un español correcto y enérgico, la mujer.
Aunque empiezan a imponerse las fichas numéricas por la protección de datos, los enfermeros iban diciendo los nombres de los pacientes. La gente se relajaba y subía el tono de la voz. Se ruega silencio, decía un cartel. Llamaron a un Jacob, a una Filomena. Había una Setefilla que preparaba la feria de su patria chica, Lora del Río. Y una enfermera que celebraba que en los turnos le hubiera tocado descansar el 14 de abril. No era un arrebato republicano; es Jueves Santo y por fin podrá ver en la calle a la Virgen titular del hospital después de dos años de enclaustramiento. Un médico jovencísimo, de nombre David, lleva la batuta de mi esdrújula. Su compañera me pide que realice diferentes ejercicios. Llevo varias horas sin probar bocado y uno de ellos consiste en simular con las manos cómo se unta una tostada.
Los familiares llevan la pegatina acreditativa. Viéndolos allí, esposas, maridos, hijos, sobrinos, nietos, hermanos, te das cuenta de que sin la familia este país se iría al garete. A las ocho de la tarde llega el relevo de enfermería. Por fin ya está aquí abril, el mes quitapenas, el mejor analgésico. Una chica oriental acompañada por una amiga de su país se contrae de los dolores. La que va con ella usa el móvil para pasar mensajes traducidos a las enfermeras. Una de ellas habla inglés y la paciente se relaja y empieza a sonreír. Tenía razón Eugenio D'Ors: "Lo que no se entiende, envenena".
Vaivén de batas verdes, blancas y azules. Uno de los enfermeros es igual que Joaquín el del Betis. No es la primera vez que me lo dicen, le comenta al paciente que acaba de pasar por una turbina de contrastes. Una mujer dice que es más guapo que el futbolista. Horas antes estuve en otro lugar también rodeado por bastante gente. Todos gozaban de magnífica salud: hacía una entrevista en la terraza del hotel Alfonso XIII convertida en una torre de Babel por el turismo internacional. Un hospital es como un hotel: un lugar donde la gente se queda a dormir fuera de casa.
El hotel donde una vez se me escapó viva Ava Gardner por entretenerme con una anécdota del portero; donde un grupo de cinéfilos se reunió en plena Feria de Abril con Orson Welles y años después los periodistas se quedaron sin entrevistar a Antonioni porque estaba encerrado en su habitación viendo un Madrid-Barça. En la silla de ruedas imagino qué pensaría si me viera la entrevistada del hotel de cinco estrellas. Lo efímero que es todo. Y recordé la definición de periodista que tanto le gustaba a Manuel Otero Luna cuando dirigía el hotel Inglaterra: muertos de hambre que se pasan media vida en hoteles donde nunca se quedan a dormir.
El hospital Macarena también tiene unas cuantas estrellas. Vienen de noche. David vuelve a vencer al Goliath de la enfermedad. Las guardias de este médico residente son de 24 horas. Siguen diciendo nombres, como en los 100 Montaditos. Ya es noche cerrada cuando salimos. Qué bien puesta la palabra hospitalidad. Un tablero de camillas y sillas. Una metáfora de la vida, donde nos pasamos un tercio tumbados, otro tercio sentados. Y el resto caminar, caminar…
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