TODOS los ríos de tinta posibles serán insuficientes para cantar la trayectoria de José Luis Mendilibar desde que le endosaron la tarea de salvar al Sevilla de la quema. Por aquel entonces de vísperas de Semana Santa nadie se acordaba de la Liga Europa. Únicamente se le pedía al vasco que sacase al equipo de la quema en que había caído de la mano de un histrión llamado Jorge Luis Sampaoli Moya, argentino de Casilda y con 63 años de edad.

La temporada estaba siendo funesta, había caído Lopetegui arrastrado por una planificación que, por ejemplo, no había cortado la hemorragia de los traspasos de Diego Carlos y Koundé, la mejor pareja de centrales del Sevilla en años. La ominosa derrota en Getafe la tarde de San José llevó al cese del argentino. Se acababan así las tarugadas de un técnico al que su compatriota Acuña había colocado en el cadalso al rechazar las instrucciones que venían del banquillo por escrito.

Iluminó la Providencia a un Pepe Castro acorralado por el fuego amigo, dijo ya está bien de tonterías y contrató a un entrenador de perfil bajo y que lleva la normalidad grabada en su ADN. Y el viento cambió tanto que hasta la suerte reaparecía el 13 de abril en Old Trafford para cambiar un preocupante 2-0 en el minuto 85 por un esperanzador 2-2 en el 92 gracias a dos autogoles de los reds. El resto es tan gozoso, tan reciente, que nos lleva directamente a lo de antier noche.

Budapest 31-M empezó a sonar aquella noche y ni siquiera la Vecchia Signora pudo interponerse en el camino de un Sevilla que ya debía haber ganado en Turín. Se comió literalmente al legendario equipo piamontés y ya ni siquiera se recordaban las penurias de la época anterior a Mendilibar. Era el triunfo de la normalidad, rara especie en este tiempo de anormalidades a granel. Con el vasco cambió la vida, a Castro no le importuna nadie y con la Séptima volvió la felicidad.