Bendito sea Morante...

CONTRACRÓNICA: DECIMOCUARTA DE ABONO

El diestro de La Puebla dictó una emocionante antología para despedir la feria de su reencuentro abriendo la puerta a otras épocas del toreo y el arte

Emocionante despedida de Morante en la Feria de su reencuentro

Cuestión de magisterio

El toreo de Morante abrió ventanas al Regionalismo y la Edad de Plata.
El toreo de Morante abrió ventanas al Regionalismo y la Edad de Plata. / José Ángel García

TODO se había conjuntado en esa hora mágica que precede el crepúsculo -el Guadalquivir traía la brisa de la marea en el espléndido atardecer de primavera- para que Morante oficiara la despedida más hermosa en la Feria de su reencuentro con la ciudad y su hermosa plaza de toros, alejados los fantasmas y los oscuros sótanos personales que le han atormentado dos años enteros. Sonaba Suspiros de España, el maravilloso pasodoble del maestro Álvarez Alonso -nostalgia de una época que acabaría precipitándose hacia el abismo- en la luz, la hora y el tiempo justos para que el diestro de La Puebla se transfigura en una maravillosa máquina del tiempo. No, no le había embestido el primero; tampoco se iba a entregar por completo ese cuarto, el último toro que mataba en un ciclo que ha confirmado al genio cigarrero como uno de los mejores y más trascendentes creadores de nuestra época, en cualquier faceta del arte.

Pero su labor iba a ser un puente entre dos tiempos, un viaje de emociones a las edades de oro y plata del toreo desde que inició la faena con esos evocadores pases del Celeste Imperio -homenaje a Rafael y toda la dinastía de los Gallo- hasta que se desplantó con sencilla gracia natural ante el ofensivo toro de Garcigrande, el octavo que mataba en Sevilla en este tiempo de Pascua Florida. Del arrebato nacieron varias pinturas añejas, fogonazos de tantos y tantos toreros que bullen en la cabeza del gran creador cigarrero, seguramente el de mayor cultura taurina de la historia.

Su muleta eran los pinceles de Bacarisas, el lápiz de Juan Manuel, las trazas de Aníbal Gonzalez, las notas de Turina, el palio rojo de la Macarena, la Alameda de Chicuelo, un cuadro de García Ramos, una obra de los Quintero, el cartel de Juan Miguel Sánchez, una copla de Quintero, León y Quiroga... Morante estaba abriendo la senda para volver, en un revival emocionante, al corazón del Regionalismo, a esa época en la que el toreo navegaba con desenfadada actualidad y vigencia con la apoteosis de las artes populares y la eclosión de las vanguardias. La faena fue un dechado de entrega pero había algo más que trascendía del toreo ayudado, de los tersos naturales, de esa serie de redondos que amarró su obra, de los muletazos erguidos -como el giraldillo en la veleta- que abrocharon el trasteo. En su faena latían otras emociones, la nostalgia de una época, el drama de aquella Edad de Plata pulverizada en la guerra de los españoles, preconizada dos años antes de los primeros tiros en la sangre derramada de Ignacio y el traslado agónico de Manzanares a Madrid; en la elegía de Lorca...

Sonaba Suspiros de España, la banda sonora de aquel tiempo deslumbrante que se estaba materializando en un trapo rojo pendiente de un feble palillo, en la seda y el punto de color lirio de su vestido, en el azabache de los alamares y los bordados... Nunca. No, nunca hubo una manifestación más culta -y a la vez tan intensa y emocionante- en el estrecho molde de la lidia de un toro bravo; un ejercicio de evocación tan deslumbrante, la creación como vehículo de la mejor cultura en una tarde inolvidable que cierra una Feria que, en el caso del maestro de La Puebla, da contestación a las incógnitas más hermosas. Morante nos erizó la piel y convirtió el toreo -con las imperfecciones de un animal que no se entregó nunca- en un patrimonio de todos gracias a ese puñado de obras inolvidables que crecerán con el tiempo.

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