Rafael El Gallo: 65 años después

HISTORIAS TAURINAS

Se cumplen 65 años de la muerte de un torero genial e inclasificable que formó parte del mapa humano de la ciudad y pasó sus últimos años protegido por el mismísimo Belmonte

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Rafael El Gallo, en su segunda época, en uno de sus característicos muletazos sentado en una silla.
Rafael El Gallo, en su segunda época, en uno de sus característicos muletazos sentado en una silla. / Archivo A.R.M.

Este domingo se cumplen sesenta y cinco años redondos de la muerte de Rafael El Gallo, hijo mayor de Fernando Gómez y Gabriela Ortega, hermano del coloso Joselito, brevísimo esposo de Pastora Imperio -de la que, cuentan, pudo ser medio hermano- y testigo de un tiempo apasionante que le vio viajar sucesivamente por las edades de Bronce, Oro y Plata del toreo hasta sus postreras y brumosas actuaciones de la atípica temporada de 1936, buscando pasarse a la España nacoonal para volver a Sevilla.

Su fallecimiento llegó el 25 de mayo de 1960 y fue enterrado en el mismo panteón que había labrado Mariano Benlliure para honrar a su hermano José, cuarenta años antes. Rafael ya se había convertido en un figurante de aquella ciudad provinciana de tertulias y casinos bajo la protección de su íntimo Belmonte que se hizo cargo de su propio mantenimiento personal en la última época. El recuerdo presta la anécdota: cuentan que el Pasmo de Triana, socarrón, le pregúntó a Rafael cuánto necesitaba para su sustento. La respuesta del Divino Calvo fue “mil duros más de lo que me vayas a dar, Juan”. Eran los golpes de aquellos tipos irrepetibles que prestaban parte del decorado humano de la ciudad en la célebre tertulia de Los Corales, lejos ya de sus glorias.

Si vino al mundo en Madrid en 1882 por las circunstancias profesionales de su padre, Rafael Gómez Ortega nacería al toreo en aquella Huerta del Algarrobo que el duque de Alba había cedido en administración al viejo Gallo tras su retirada. Fernando Gómez construyó allí una placita de toros que, sin saberlo, se acabaría convirtiendo en nudo fundamental del propio hilo del toreo. Fernando El Gallo no había llegado a lo alto pero sí había llegado a convertirse en todo un teórico del oficio que bebió de los veneros más anchos del siglo anterior.

De aquel trocito de tierra a orillas del Guadalquivir saldrían dos toreros tan distintos como Rafael y su hermano Joselito. La base era la misma pero si José asumiría después la línea guerrista, Rafael abanderó el legado de Largartijo -que había sido el maestro de su padre- para convertirse en el último epígono del toreo decimonónico que él adobaría de una gracia personal, una tendencia a la inventiva en sus remates y arabescos que adornaron a un torero de enorme conocimiento antes de que sus supersticiones y célebres espantadas enmascararan su auténtica trascendencia taurina. Es importante recalcar que Rafael no era ningún grassiosso, por más que la transmisión oral de sus sentencias y ocurrencias -que a veces son prestadas- haya legado un retrato dixtorsionado de su auténtica realidad. Seguramente se enmarcaba mejor en ese arquetipo de sevillano serio, adornado de una gracia más honda y natural. También era una persona de extraordinaria generosidad hasta el más absoluto desprendimiento -un billete le duraba lo justo- que siempre anduvo preso de manías y supersticiones que no le impedían presumir de un hondo sentido filosófico de la existencia. Se puede decir que era un hombre machadianamente bueno...

El Gallo en su última época acompañado de su inseparable habano.
El Gallo en su última época acompañado de su inseparable habano. / Archivo Francisco Laguna

Su primera etapa profesional coincidió con la eclosión de aquellos toreros de bronce -capitaneados por Machaquito y Bombita, odiado por la saga de los Gallo- que trataron de llenar el ancho abismo que se abrió tras la retirada del emperador Guerrita. Se abría un tiempo de espera que se llenaría con la eclosión de su hermano Joselito -el rey de los toreros- en simbiosis profesional con Juan Belmonte. El Gallo, a pesar de sus desigualdades, se iba a convertir en uno de los principales actores de reparto de la breve Edad de Oro pero sus desigualdades y el consejo de su hermano le llevaron a anunciar una cacareada retirada al término de la temporada de 1918 que al final no sería tal. A pesar de haberse cortado la trenza -que aún era el sacrosanto emblema de los toreros en la calle y en el ruedo- iba a reaparecer al año siguiente provocando un enorme disgusto en su hermano que, en lo sucesivo, se negaría a alternar con él.

La muerte de José y la marcha a América

Quedaba poco para la tragedia de Talavera, el 16 de mayo de 1920, que daba la puntilla a la Edad de Oro y destrozaba el corazón de Rafael que perseveró entre altas y bajas y profundas desigualdades hasta la temporada de 1927. Al año siguiente, engullido por un agujero negro, inició un largo y brumoso periplo americano del que casi nada se sabe. Rafael recorrió México, Perú, Bolivia, Ecuador, Argentina... llegando a participar en extrañas funciones taurinas que tenían un pálido reflejo en la prensa de la época. Dicen que se llegó a emplear como acomodador de cine y hasta portero de una casa de alterne. Esos años americanos son la etapa más oscura y bohemia de la peculiarísima vida del torero que en 1934, como en un revival de otro tiempo, iba a aceptar la oferta de Eduardo Pagés -exclusivista de la vuelta de Belmonte- para volver y reaparecer en España en su última etapa profesional. No estuvo exenta de éxitos aislados como el rabo cortado el 19 de abril de aquel año 34 a un toro de Torre Abad en la plaza de Sevilla.

Pero el país ya estaba escuchando los tambores de guerra. El Gallo sintió los primeros tiros del fregado vivaqueando en una pensión de la madrileña Carrera de San Jerónimo, ajeno a todo. “¿Qué hace tanto sordao por la calle?” fue su pregunta. En aquella temporada del 36 iba a torear sus postreras corridas vestido de luces -la última pudo ser en Linares, el 25 de octubre- mientras, prácticamenteh ibernado, pugnaba por cambiarse de zona.

Tras la guerra actuaría en muchos festivales y se convertiría en esa figura tópica -tocado con fieltro cordobés y dando chupadas de su inseparable habano- que con sus dichos y su presencia es inseparable del perfil de la ciudad de las décadas de los 40 y 50 del pasado siglo XX. Su carácter indolente le impidió llegar a la cima de un arte que cuando quiso y pudo llevó a la perfección. Inspirado, genial, practicó todas las suertes con suma personalidad, desdibujando su larga lista de fracasos y peculiaridades la verdadera dimensión que pudo alcanzar como torero.

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