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Músicas de cine para un Goya virtual

  • Seis compositores, dos de ellos mujeres, para las cuatro bandas sonoras finalistas al Goya a la mejor música original: 'El verano que vivimos', 'Adú', 'Baby' y 'Akelarre'.

No fue 2020 un buen año para el cine español más allá de las consabidas circunstancias pandémicas. En consecuencia, tampoco para los Goya, que llegan este próximo sábado a su 35ª edición con una nueva gala (virtual) bastante mermados de títulos de verdadera calidad. Tan sólo Las niñas, de Pilar Palomero, despunta a cierta altura en un quinteto aspirante a mejor película donde Adú, de Salvador Calvo, Sentimental, de Cesc Gay, La boda de Rosa, de Icíar Bollaín, o Ane, de David P. Sañudo, se quedan en un nivel a lo sumo correcto o discreto cuando no mediocre.

Sin que sirva de precedente, y siempre dentro de las nominadas, documentales como El año del descubrimiento, de Luis López Carrasco, o My mexican bretzel, de Nuria Giménez Loranz, demuestran más arrojo, sensibilidad y musculatura que algunas de sus compañeras de ficción, y ponen de manifiesto que en los formatos híbridos y márgenes de la experimentación hay más recorrido (y prestigio internacional) para el cine español que entre los géneros industriales.

Curiosamente, Las niñas no tiene música incidental original y utiliza las canciones como guía emocional y sensorial para su retrato impresionista de una preadolescente en la España de los primeros noventa. El filme de Palomero se aleja así también de los modelos musicales estandarizados por la industria, que si bien suenan estupendamente y están facturados con una técnica y una producción impecables, no dejan de reproducir lenguajes y modos asociativos algo estereotipados.

Un buen ejemplo de esto último es la música del hispano-argentino Federico Jusid para El verano que vivimos, de Carlos Sedes, un trabajo orquestal que remite al cine clásico, sus leitmotivs y su paleta cromática, con guiños a Rachmaninov y a otros tantos compositores cinematográficos, para acompañar y desentrañar el núcleo sentimental de la película y subrayar su carácter paisajístico. Cualquier elemento local queda también sepultado en la música por el galope orquestal y los reconocibles pliegues melódicos y armónicos de una partitura que se nos antoja intercambiable con tantas otras y que en cualquier caso confirma la innegable profesionalidad y versatilidad de Jusid, un compositor que en 2020 entregaba también junto a Adrián Foulkes una de las mejores bandas sonoras de este año, No matarás, esta sí de carácter más experimental, atmosférico y contemporáneo en su tratamiento sonoro y rítmico y en su interacción física con la película.

El murciano Roque Baños, que este año ha firmado hasta siete trabajos a pesar de haber sufrido los estragos de la covid-19, vuelve a optar al Goya (ya tiene tres) con su música para Adú, donde la escritura orquestal se colorea de tonalidades africanas para tejer el hilo interior que hilvana las tres historias en paralelo del filme, tan bienintencionadas como esquemáticas. Superdotado para la orquestación y la mímesis, heredero de las técnicas goldsmithianas, como ha demostrado de manera eficiente y extensa en su música para la serie de Álex de la Iglesia 30 Monedas, Baños no consigue escapar aquí de ciertos clichés de la world music, canción (Sababoo, compuesta junto a Cherif Badua) incluida, en una partitura que integra la orquesta, la electrónica y la instrumentación africana (de la kora a la flauta), con especial protagonismo de la percusión para los pasajes de acción y del piano para los momentos más íntimos y sentimentales. 

El alavés Bingen Mendizábal vuelve a la actualidad con una nueva nominación al Goya junto a Koldo Uriarte gracias a su música para Baby, de Juanma Bajo Ulloa, el director con el que se dio a conocer en los 90 en Alas de mariposa, La madre muerta o Airbag. Y vuelve a lo grande en una partitura netamente orquestal (a cargo de la Orquesta Sinfónica de Bulgaria), melódica y clásica que además ocupa un primer plano en un filme que carece de diálogos. Su música es la que, distribuida en temas y tonos, entre la épica y la intimidad, entre el piano y la voz soprano, aspira a impulsar, sugerir y dirigir emocionalmente los temas y rincones de una fábula de tono fantástico sobre la maternidad, la pérdida, la naturaleza y la culpa en la que, en ocasiones, está demasiado por encima de las imágenes. Un trabajo tan hermoso como desnudo que expone demasiado la escritura musical y no siempre encuentra el equilibrio o el volumen adecuados. Paradójicamente, el mejor momento musical del filme no llega con este score, sino con la hermosa canción Riverman, de Nick Drake.                

También en colaboración y desde el País Vasco han trabajado Aránzazu Calleja (habitual de Borja Cobeaga y autora de la música de Psiconautas y El hoyo) y Maite Arroitajauregui (alias Mursego) en la banda sonora de Akelarre, de Pablo Agüero, la última candidata al Goya de este año y ya de paso nuestra preferida. Si la segunda se ha encargado de la música incidental, basada en los modos del folclore vasco y en una instrumentación de cámara, recreada por el cuarteto Alos y con la participación de la nyckelharpa, la primera se ha encargado de componer las canciones polifónicas y en euskera que interpretan en el filme el grupo de jóvenes mujeres libres acusadas de brujería por la Inquisición, donde destaca el trabajo filológico en el uso de instrumentos folclóricos y de época como la alboka, el ttun ttun, la xirula, la rabita, la pandereta o las castañuelas. Dos universos musicales que se integran y funden de manera orgánica y que dotan al filme, como así se pretende, de una lectura contemporánea (y feminista) que, paradójicamente, se ancla en una tradición perfectamente reinterpretada y actualizada.