Sevilla, ciudad de la poesía
Mi infancia son recuerdos de un jardín de Sevilla donde florecía un granado que nada impide pensar que procediera de un retoño traído por Muza procedente de uno plantado por el mismísimo Profeta, magia semeja al roble de Merlín en la pequeña villa galesa de Carmarthen, una cachopa con una sola rama viva que florece por Pentecostés, y que es tradición que cuando el roble sea abatido, muerte y destrucción vendrán sobre Gales, el reino de Bretaña y el universo entero. El roble de Carmarthen es lo que queda de la famosa selva de Llwyddccroth, cabalgada en los días artúricos por los famosos paladines. En este tronco apoyó su frente el sabio Merlín mientras profetizaba. Y a la sombra del granado del jardín de mi infancia, el Profeta pudo dictar el Corán. Este granado como el roble de Merlín, no es raro que sea de esos mágicos objetos sobre los que descansa el cosmos: la viga de oro, el cuerno del toro Uznul...
Cuenta Manuel Azaña que Carlos III defendió durante sus últimos años la vida de un árbol del camino de El Pardo. Y el rey le decía: “Cuando yo muera, ¿quién te salvará, pobre arbolito?” Aquel rey ya presentía el advenimiento del técnico desalmado que esgrime su suficiencia contra la amenidad y la fantasía. Vivimos tiempos sin imaginación ni fértiles hechuras de imperante mito, sin amenidad ni fantasía, como afirmaba Azaña. Lo vulgar, lo soez, la burda mentira, ahora mentada posverdad, asaltan las honradas meninges de la ciudadanía. Ya nadie cabalga por la selva de Llwyddccroth, ni existe el roble de Carmarthen, ni el granado de Muza, ni siquiera el que plantó mi abuelo, solo la miseria de una mediocridad dominante.
Por ello es perentorio refugiarse en los cornijales de lo inefable, de las sensaciones íntimas y eternas al mismo tiempo que vencen al tiempo y a la torpeza de lo que algún metafísico ha llamado pensamiento líquido, es decir, todo aquello que por su carencia de solidez se escapa entre los dedos. Y qué cosa mejor que emboscarse en ese sosiego del alma que producen los rincones y chaflanes de una ciudad como Sevilla que, como apuntó Romero Murube, en cada plaza o calle parece que siempre nos espera alguien que nos ama. Se vive la ciudad, nos cuenta Noelia Domínguez, como realidad, pero, a la vez, como evocación, recuerdo o proyección. Acaso como si brotara de ella misma un imparable impulso creador. Ya se pronunció Julián Marías sobre los encantos hechizantes de la ciudad: “En Sevilla los siglos se escapan con huidiza elegancia.”
Porque nuestra ciudad siempre ha amanecido para el amor y la poesía. La capital andaluza vio nacer a poetas de gran relevancia en la literatura española, como Gustavo Adolfo Bécquer, el poeta romántico por excelencia, y Antonio Machado, Aleixandre o Cernuda, entre tantos, cuyos versos perduran en la memoria e historia española. No obstante, el papel de Sevilla en el mundo de las letras no termina ahí. La ciudad hispalense también fue el escenario de la creación de la importante Generación del 27, formada por grandes figuras literarias como Federico García Lorca, Pedro Salinas, Dámaso Alonso, Vicente Aleixandre, Jorge Guillén, Rafael Alberti, Gerardo Diego y Luis Cernuda. Fue en esta ciudad donde estos ilustres poetas se reunieron en unas jornadas poéticas para conmemorar la muerte de Luis de Góngora, formando así la Generación del 27.
Un grupo de amigos, congregados en la tertulia de Las Setas, nos hemos propuesto, por amor a la ciudad y a la causa de la lírica, que el ayuntamiento hispalense declare con toda la solemnidad que se merece a Sevilla ciudad de la poesía. Es, en el fondo, lo que ha sido, es y será nuestra urbe. Queremos que, por una vez, Sevilla se premie a sí misma reconociendo su cualidad íntima ya que Sevilla es una categoría poética, como afirmó acertadamente Francisco Morales Padrón que sabía, como Novalis, que la poesía es la realidad última.
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