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Cultura

Bayreuth restaurado

  • Del estigma nazi a gran acontecimiento internacional, este libro repasa la evolución del festival wagneriano.

El nuevo Bayreuth de Wieland a Wolfgang Wagner. Emilio José Gómez Rodríguez. Karusell, Barcelona, 2013. 431 páginas. 37 euros.

En 1948 el joven director Leonard Bernstein escribe a su familia desde Múnich: "La gente se muere de hambre, se pelea, roba, mendiga un trozo de pan. Todo es miseria". Y es que en muchos sentidos la Alemania de la inmediata posguerra había vuelto a la Edad Media. En medio del desastre, la cultura estaba en manos de la OMGUS (Oficina del Gobierno Militar de los Estados Unidos), que buscaba reorientar las mentes de los vencidos mediante un programa de actividades que rompiera radicalmente con el pasado. En el terreno de la música eso suponía renunciar a Wagner, Strauss y otros muchos compositores que de un modo u otro se consideraban contaminados por el nazismo.

El caso de Wagner era paradigmático: el uso que los jerarcas del Reich habían hecho de su música y las implicaciones del régimen en el Festival de Bayreuth, con el apoyo y el regocijo general de la familia del músico, lo convertían en una especie de apestado. A la muerte en 1930 de Siegfried Wagner, hijo del compositor, el festival había pasado a ser dirigido por su esposa, Winifred, cuya lealtad a Hitler y a los principios del nacionalsocialismo fue más allá del hundimiento de 1945. La política de reorientación era parte de la guerra psicológica que los americanos habían empezado a desarrollar terminada la contienda militar, y la nuera del compositor la sufrió en primerísima persona, ya que tuvo que ver (¡horrorizada!) cómo la sede del festival servía de cuartel para las tropas afroamericanas, cómo se usaba el teatro para hacer música ligera e incluso cómo se tocaban ritmos de jazz en el piano de Villa Wahnfried, la casa de Wagner en la Verde Colina. En esas condiciones, que Bayreuth volviera a acoger un gran ciclo veraniego anual en torno a la producción operística del autor de Parsifal resultaba una quimera.

Al menos así parecía hasta finales de 1947, cuando las autoridades aliadas aflojaron su presión sobre los procesos de desnazificación, y una vez que Winifred fue clasificada como persona "poco incriminada" porque personalmente no había cometido actos violentos. En cualquier caso, y aunque se liberó su patrimonio, lo que permitió la reconstrucción de Villa Wahnfried, quedaba claro que la viuda de Siegfried quedaba por completo inhabilitada para la dirección del festival. Sólo cediendo sus derechos a sus hijos Wieland y Wolfgang, lo que terminaría plasmándose en un histórico acuerdo en 1949, la refundación sería posible.

Nacidos respectivamente en 1917 y 1919, los dos nietos del compositor habían sido formados en el mundo del teatro y de la música como herederos del legado wagneriano para un futuro impreciso, que se adelantó de forma inesperada a consecuencia de la guerra. Muchos pensaban que la responsabilidad les llegaba de forma prematura, pero los dos jóvenes supieron jugar sus cartas con destreza. Aunque las autoridades americanas los apremiaron para que el festival pudiera recuperarse ya en aquel mismo 1949, ellos, justificándose en las penurias de todo tipo que estaban sufriendo, fueron demorando la reinauguración, que no se produjo hasta 1951. Esos dos años resultarían cruciales para que Bayreuth se dispusiera a vivir un tiempo nuevo montado sobre bases algo más sólidas.

El Nuevo Bayreuth se consagró con una Novena Sinfonía de Beethoven que Wilhelm Furtwängler dirigió a la orquesta del festival el 29 de julio de 1951, y con ese nombre habrían de entrar en la historia las ediciones celebradas anualmente hasta la prematura muerte de Wieland Wagner en 1966, aunque algunos adelantan su final a 1962, el año en que se estrenó la segunda producción de Tristán e Isolda del propio Wieland, o lo retrasan hasta 1973, cuando pudo verse por última vez el Parsifal concebido también por el mayor de los hermanos.

Este libro, obra del gaditano Emilio J. Gómez, apasionado operófilo y wagneriano, trata del proceso de restauración del Festival de Bayreuth y de su conversión en unos pocos años en uno de los acontecimientos culturales más prestigiosos del verano. En una edición más bien precaria, que habría necesitado un trabajo más escrupuloso de corrección, y con una prosa desmañada y tortuosa, en la que el anacoluto y la reiteración abundan más de lo aconsejable, Emilio Gómez recorre con exhaustividad la historia de esos años, repasando festival a festival todas las producciones presentadas y a sus protagonistas. Por las densas páginas de este volumen desfilan los grandes y míticos cantantes y directores wagnerianos de los años 50 y 60, y, por supuesto, los hermanos Wagner, retratados tanto en sus retorcidas y turbulentas relaciones familiares como en su labor artística y administrativa.

Siguiendo minuciosamente algunas fuentes cruciales, como la biografía de Wieland Wagner firmada por Geoffrey Skelton o las publicaciones memorialísticas de Penelope Turing, el autor gaditano consigue destacar la importancia del trabajo de Wieland como dramaturgo, merced a sus aportaciones en el uso del ciclorama, la iluminación y el minimalismo escénico, que causó no pocas polémicas en su tiempo por su intención explícita de renovar el legado original del abuelo, sustituyendo realismo por simbolismo, aportaciones por las que es considerado como el iniciador del regietheater alemán que tanto furor y tantas discusiones causa en nuestros días. A su lado, la figura de Wolfgang aparece como la del imprescindible burócrata, sin cuyo tesón y dotes organizativas el festival jamás habría remontado, pero también como la del hombre de teatro siempre a la sombra del talento de su hermano, cuyos trabajos escénicos imitó sin acercarse jamás a su excelencia.

Aunque la lectura sea a veces ardua, este libro tiene el nivel de información suficiente (incluido un completísimo apéndice discográfico) como para resultar útil a cualquier aficionado hispanoparlante interesado en la historia del culto wagneriano.

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