Crítica del concierto de Madonna

Like a business

En un panorama tan atomizado como el de la música pop de nuestros días resulta difícil, acaso imposible, encontrar artistas con poder de convocatoria auténticamente masivo. Se escucha más música que nunca, pero cada aficionado lo hace desde una posición mucho más especializada que años atrás. Digamos que la tarta se reparte entre más comensales, pero que justo por eso las raciones son menores.

Para concentrar hoy a grandes audiencias, normales en décadas anteriores, al reclamo de un solo nombre resulta inevitable acudir a alicientes extramusicales. Y Madonna, triunfal superviviente industrial tras unas cuantas batallas, los tiene. Es un icono infiltrado en los estratos más variopintos de la cultura pop. Puede asaltarte desde la delirante conversación en la secuencia de inicio de Reservoir Dogs (seguro que recuerdan aquella discusión sobre el significado último de Like a Virgin) o desde la extraña fascinación ejercida en más de un pope de la vanguardia rock de los 80 y 90 (Sonic Youth junto a Mike Watt y su ocasional reinvención como Ciccone Youth, versión incluida de Into The Groove).

Es esa confesa atracción por el espectáculo -no sé cuántas veces he escuchado durante las últimas semanas lo de "aunque sólo sea por el espectáculo, seguro que vale la pena"- la que sin duda moviliza a un significativo número de espectadores, esperanzados o incluso convencidos de antemano de la conveniencia o necesidad de asistir a algo deslumbrante, apoteósico, único. ¿Lo es?

Hard Candy es uno de los discos más flojos en la ya larga carrera de la Ciccone, una señora acostumbrada a rastrear en el underground para servirnos luego con aderezo mainstream una versión conveniente al gran mercado de aquello que otros pusieron en pie. La jugada, tan propia al universo pop y que tan bien le ha salido en tantas ocasiones, falla en esa última entrega, armada en torno a un R&B sobreexplotado y del que otras divas, más rápidas, han obtenido mejores resultados.

En cualquier caso, que el valor de tal o cual título es lo de menos lo sabe bien quien, también atenta a los movimientos del mercado, planta a una de esas multinacionales del disco en descomposición para fichar por una promotora de espectáculos, Live Nation. Y he aquí de nuevo la palabra: espectáculo.

Resulta que el Sticky & Sweet Tour no es ni de lejos tan espectacular como pretende venderse -cualquier concierto de Massive Attack, pongamos por caso, es visualmente más atractivo-, y no lo es ni desde una perspectiva tecnológica ni, mucho menos, escenográfica -ah, esos bailes... ¿Sacar un Rolls al escenario? ¿Eso es espectáculo?-.

Resulta también que su milimétrico repertorio, por completo ajeno a la vitalidad que se le supone a un directo, desvela con paridad tanto el listado de éxitos que Madonna acumula en su trayectoria como la no poca paja almacenada en la misma.

Candy Shop, y se podría pensar que va a por todas desde el comienzo, abre una brecha por la que, a no ser que se sea muy fan, uno siente que ese repertorio se va desangrando con relativa desgana (otros presienten, y lo que es más curioso, sin considerarlo escandaloso, que mucho de lo que suena es mero playback, pero no seré yo quien ponga la mano en el fuego). Pica de aquí y de allá y, por momentos, lo que era desgana se convierte en despropósito: Into The Groove reconvertida en himno aeróbico resulta aún menos surreal que La isla bonita reinterpretada en clave balcánica.

Consciente, muy consciente, de la mercancia y de cómo empaquetarla, la Ciccone guarda para el final la artillería pesada, ésa que sabe no le va a fallar y que imprimirá en el espectador una sensación última de euforia que difícilmente casa con la falta de intensidad de la mayor parte de su espectáculo. Así, para cuando la tercera y última cortinilla pregrabada le permite cambiar el vestuario una vez más, se gana el beneplácito dejando caer, entre otras, 4 Minutes, Like a Prayer o Ray of Light (ésta, para servidor, de lo mejor de su carrera). ¿Reina del pop? Bueno, reina del business.

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