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La Noria

Carlos Mármol

La Sevilla de Vázquez Consuegra

DE entrada, Guillermo Vázquez Consuegra (Sevilla, 1945) provoca la misma sensación inquietante que casi todos los enfants terribles: destila ciertas dosis de impertinencia inteligente y, según algunos paladares, ironía cruel. Algo natural, puesto que, al fin y al cabo, uno es sobre todo su carácter, con independencia de las variantes que imponen las circunstancias. Miembro destacado de la generación que salió de las aulas en los gloriosos años 60 -previo paso por la Escuela de Artes y Oficios, circunstancia ésta trascendente en su manera de entender el oficio-, Consuegra pertenece a la estirpe de arquitectos que, viniendo de la tradición de Aldo Rossi y Rafael Moneo, colocan a Sevilla por vez primera en los hermosos raíles de la modernidad. No es un único caso: en su mismo grupo generacional podría incluirse a Cruz y Ortiz, José Ramón Sierra, Francisco Torres, los hermanos Trillo y, en su papel de ideólogo e intelectual, al catedrático Víctor Pérez Escolano.

Consuegra, sin embargo, acaso por adorar la frase de Michel Foucault que dice que "resistir puede ser también un acto de creación", ha hecho toda su carrera en solitario, como un lobo estepario. Es natural pues que a veces muerda. No lo ha tenido fácil: por cada contrato conseguido hubo -y hay aún- un sinfín de proyectos presentados a concursos sin fortuna. Noches de incertidumbre y días de trabajo silencioso. Su estudio, situado en los altos de la calle Imagen, como suspendido en el aire, comenzó siendo un taller de viviendas singulares y sociales -las más significativas son la Casa Rolando y la promoción que construyó en los años 80 para Emvisesa en la calle Ramón y Cajal- para pasar, tras desmentir, no sin el correspondiente esfuerzo, la vieja leyenda de que para triunfar hay que abandonar la ciudad, a ser un referente obligado en el universo de la arquitectura contemporánea. Su vida hace tiempo que logró el salto de escala ideal: aquel que consiste en trabajar desde Sevilla para el resto del mundo. En los últimos tiempos no deja de recibir galardones -el Nacional de Arquitectura; el Premio Andalucía- y reconocimientos internacionales. No siempre fue así. Hasta hace unos años, la mayor parte de su obra estaba fuera de Sevilla. Desde la reforma del Paseo Marítimo de Vigo al Museo de la Ilustración de Valencia, pasando por proyectos en Cartagena -el Museo de Arqueología- o el Museo del Mar, en Génova. Vivía en los aeropuertos, en los trenes y en los peajes de las autopistas. Muchos de estos encargos le llegaron después de que en 1992 rompiera por fin el maleficio de los hijos pródigos de Sevilla, aunque él no se moviera del todo del Guadalquivir. La obra: el Pabellón de la Navegación de la Isla de la Cartuja. Una pieza de madurez que hace tiempo entró en las antologías.

Un 'atelier' huraño

Los expertos dicen que su trabajo se caracteriza por la sintonía y el equilibrio. Por lo formal y lo geométrico. Puede ser. Lo cierto es que sus obras de nueva planta están marcadas por una voluntad antirretórica evidente y por una concepción de los edificios que no es rupturista con la realidad circundante, pero que no renuncia a mejorarla. Rara avis en los tiempos que corren, en los que la arquitectura se ha convertido en una factoría de artefactos en serie que, con frecuencia, aterrizan en cualquier lugar -acaso en los mejores enclaves de las urbes- sin respeto ni por el pasado, ni por el presente ni, por supuesto, por el futuro. La era global de los arquitectos millonarios que, como estrellas, vuelan en su propio jet privado. Vázquez Consuegra, mientras tanto, sigue flotando en la calle Imagen, en su viejo atelier de artesano huraño.

Acaso en sus inicios, con el ímpetu de la juventud, a Vázquez Consuegra le sucediera algo parecido a lo que cuenta Borges en su primer libro de poemas -Fervor de Buenos Aires-, escrito en un tiempo en el que el autor argentino "buscaba los atardeceres, los arrabales y la desdicha". Con el tiempo, Borges mudó de opinión, decantándose por "las mañanas, el centro y la serenidad". El tránsito de Consuegra, en cambio, iría desde la línea curva, tan grata antaño, a las formas quebradas. De cierta gestualidad tácita a esa forma de autoría -quizás la más intensa de todas- que consiste en diluir la propia presencia a lo largo de absolutamente todo un edificio.

reinventar ficciones

Fruto de estos ejercicios de estilo son las intervenciones en inmuebles de alto valor patrimonial. Actividad que le ha dado algún disgusto -el caso de Bolonia- y bastantes satisfacciones -la Hacienda que hoy es el Ayuntamiento de Tomares o la rehabilitación del monasterio de la Cartuja-. Su forma de enfrentarse a estos proyectos -donde la contención es lo importante- es siempre idéntica. Intermedia. Ni la opción de la cómoda mímesis historicista -odia los pastiches- ni el socorrido contraste ruidoso.

Arquitectura por analogía. Una tercera vía que reinventa los edificios antiguos respetando su herencia. Hasta lograr el milagro de crear lo que jamás existió. San Telmo es un buen ejemplo de esta paradoja: muchos sevillanos, cuya visión de la ciudad responde más a un hermoso ideal inexistente que a la realidad histórica objetiva, aún creen que todo el edificio del Palacio de los Montpensier en algún momento fue igual que el salón de espejos que se encuentra en el ala que primero se restauró. Sólo alguien que conoce tan bien la ciudad -Consuegra es el autor de la mejor guía de arquitectura de Sevilla- puede interpretarla así. Hacer que sea como nunca fue, pero como siempre se soñó. En las Atarazanas plantea el mismo ejercicio. Saca el edificio a la calle -configurando un ágora civil sobre la herencia arquitectónica más antigua- y aprovecha la transición entre la estructura medieval -siglo XII- y la Maestranza de Artillería -siglo XVIII- para articular un nuevo recorrido arquitectónico en el que se ubican los futuros usos culturales. Respeta lo existente pero lo pone en valor. Crea un atrio verde desde el que mirar la Catedral y la Giralda. Enseña a Sevilla a contemplarse a sí misma de otra forma.

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