La tribuna

Manuel Ruiz Zamora

Vargas Llosa o el intelectual

23 de octubre 2010 - 01:00

LA concesión este año del premio Nobel de Literatura nos ha deparado una sorpresa inestimable: todo el mundo conoce al galardonado. Al contrario que en las últimas ediciones, en las que había que internarse hasta los recovecos más recónditos de las enciclopedias para verificar la existencia de alguna poetisa rumana o algún dramaturgo del Cáucaso, en esta ocasión existe un acuerdo generalizado, no sólo en que Mario Vargas Llosa no es una invención improbable de la Academia sueca, sino en que sus cualidades como novelista resultan de todo punto inobjetables. Por supuesto, el tópico dictamina que deba brotar siempre alguna voz discrepante con pretensiones intempestivas, pero permítanme que corra un tupido velo sobre ella: un principio básico de misericordia aconseja no revelar nunca el nombre de quien nos proporciona el paradigma de una estridente tontería.

En donde, desde luego, no parece reinar la concordancia es en lo que se refiere al reconocimiento de las virtualidades de don Mario como intelectual. Para ciertos círculos que aún calientan su desconcierto en los rescoldos ideológicos del marxismo, el término intelectual se aplicaría única y exclusivamente a aquellos escritores con la misma capacidad para ver la paja en las pupilas democráticas que para ignorar las vigas que sostienen los regímenes totalitarios. Desde dicha perspectiva, Saramago, por ejemplo, que perseveró a lo largo de su vida en ese discurso sempiterno según el cual toda democracia es aparente a menos que no lo sea en absoluto, ha muerto envuelto en el aura noble que otorga la condición de pensador comprometido. Nunca he dudado de que Saramago fuera una excelente persona ni de que sus sueños dogmáticos estuvieran fundados en una buena voluntad de estirpe estrictamente kantiana, pero si algo nos enseña la locura de Don Quijote es que también el fanatismo puede nacer del manantial de las buenas intenciones.

A lo largo del siglo XX el término intelectual conoció una instrumentalización tan procaz que, ya en las primeras décadas de esa centuria, Julien Benda se vio obligado a denunciar la traición que suponía la tendencia generalizada de los hombres de letras a dejarse embaucar por el universo cerrado de los totalitarismos. No mucho después, Raymond Aron tuvo que referirse al "opio de los intelectuales" para designar las cualidades estupefacientes que ciertas ideologías operaban sobre las disposiciones críticas de la razón. No obstante, en tiempos de espejismos mediáticos, como los que ahora vivimos, no es de extrañar que el espacio libre del pensamiento haya sido ocupado por poetillas comprometidos con el mito de una arcadia republicana o cómicos de formación imberbe que confunden la presencia en el espacio público con la aprobación del diario Público.

En cualquier caso, nadie debe llamarse a engaño: la izquierda ortodoxa (valga la redundancia) siempre ha despreciado a Vargas Llosa. Cuando los que ahora hablan de pensamiento único imponían una única forma de pensamiento, la mera alusión al escritor hispano-peruano podía significar ser marcado con el estigma de burgués o reaccionario. Hasta tal punto llega el desconcierto que suscita esta figura irreductible que he podido leer un artículo en un periódico paradigmático en el que se defiende que Vargas Llosa es, aunque él no sepa, un izquierdista de pro. De hecho, Javier Cercas, que es de derechas aunque lo ignore, ha venido a sumarse a esta tesis, declarando que, en vista de que los valores de derecha que defiende Vargas Llosa son, en realidad, los de la izquierda de toda la vida, si la izquierda no se vuelve de derechas, él está dispuesto a darse de baja de sus filas. Si les suena un poco a los Hermanos Marx, no abjuren de las verdades del marxismo.

Por todo esto, casi más que un reconocimiento a sus indiscutibles dotes literarias, uno quisiera interpretar el Nobel como un intento de re-dignificación de la figura del intelectual comprometido, aunque esta vez lo sea con la democracia. Frente a esa escolástica que ponía la razón al servicio de una fe política refractaria a cualquier forma contrastación empírica, Vargas Llosa representa al individuo que se ha atrevido a servirse exclusivamente de su propio entendimiento para poner en evidencia los mitos que obnubilan la mente de los hombres, como antes que él hicieron Camus, Orwell, Aron, Revel, etc. Por supuesto que se ha equivocado en muchísimas ocasiones, pero siempre mucho menos que los que no se equivocan nunca. Si lo que caracteriza a un intelectual es la valentía de decir lo que cree que debe decir cuando nadie se atreve a decirlo, hay que decir que Vargas Llosa lo ha hecho de forma esplendorosa, jugándose a menudo su reputación y su prestigio, y cultivando como nadie ese escepticismo apasionado, esa sensatez y esa ironía que son la marca de fábrica de sus ancestros intelectuales: Voltaire, Diderot, Stuart Mill, Karl Popper o Isaiah Berlin, todos ellos pensadores de izquierdas.

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