calle rioja

Un viaje de Donosti a Triana

  • Magisterio. En Sevilla también dejó huella Manuel de Unciti, que ha muerto con 83 años. En 1964, tras un camino de Santiago, creó la residencia Azorín de estudiantes de Periodismo

NNACIÓ el primer día de 1931 en San Sebastián. El último cumpleaños lo pasó en una habitación del hospital Ramón y Cajal donde falleció poco antes de las once de la mañana del 3 de enero "muy tranquilo, muy sereno", en palabras de Emilio Zuñeda, el periodista que acompañó a Manuel de Unciti y Ayerdi a México en el primer viaje del pontificado de Juan Pablo II en 1978. Manolo se ordenó sacerdote en 1954 y fue un joven testigo de las sesiones del Concilio Vaticano II.

Unciti tenía un segundo sacerdocio, el periodismo. El 4 de enero Anastasio Gil, director de Obras Misionales Pontificias, ofició un funeral en la capilla del propio hospital. La fecha era malísima, el día peor, pero en la capilla no quedaba un banco libre. No exagero si digo que nos reunimos en torno a doscientas personas. A su hermana Asun, que con sus 88 años vino desde Donosti para llorar la muerte de su hermano, le dije que multiplicara por diez las personas que había en la capilla para calcular los periodistas que se han beneficiado de los buenos consejos, de su terco empeño en que nos formáramos de este curita de corta estatura y de gigantescos valores.

En la capilla estaban Juan Caño y Juan Cantavella, que han firmado los respectivos obituarios de Unciti en El Mundo y en El País. Los dos están unidos a sendos viajes iniciáticos con este sacerdote experto en misionología, amante del teatro. En 1964, mientras España mitigaba sus penurias con el gol de Marcelino, cuatro estudiantes de Periodismo hacían el camino de Santiago desde Roncesvalles. Dice Juan Caño, uno de los protagonistas, junto a Unciti, Homero Valencia y Miguel Ángel Velasco, que fue en esa aventura donde empezó a darle vueltas a la posibilidad de abrir una residencia para estudiantes de Periodismo. Los peregrinos fueron los primeros residentes, salvo Caño, que vivía con sus padres en Madrid. Una residencia a la que el que suscribe llegó en el curso 74-75.

El viaje de Cantavella tenía otro espíritu. Todos los residentes, menos el malagueño Curro, que se quedó por exámenes, viajamos en un microbús hasta Aínsa, en el Pirineo Aragonés, donde Unciti casó al autor de su obituario con una enfermera. De regreso a Madrid, el único que no viajó me dio la noticia del nacimiento de mi hermano Mario, el pequeño de los cinco, mi ahijado. El destino ha querido que el mismo día que este benjamín nacido tras la pirenaica andadura bautizara en la parroquia del Sagrario de Córdoba a su hijo Javier despidiéramos los restos del cura.

A la residencia le puso Azorín, el más periodístico de la generación del 98, que ejerció la crítica de cine (Rafael Utrera le dedicó un libro a esta faceta) y las crónicas parlamentarias. Sería interminable la nómina de periodistas que han pasado por allí. Imaginen un quiosco donde estuvieran las cabeceras de La Razón (su subdirector, José Antonio Álvarez Gundín), La Voz de Almería (Pedro Manuel de la Cruz, director), El Correo Gallego (Caetano Díaz Vidal, responsable de la edición en gallego), El Mundo (Francisco Rosell, director del periódico en Andalucía), El País (Antonio Lorca, crítico taurino), El Progreso de Lugo (Lois Caeiro, director), El Correo Español-El Pueblo Vasco (Pedro Ontoso, subdirector). Por la casa de Azorín pasaron desde Pedro Erquicia, creador de Informe Semanal, a Javier Aguirresarobe, que antes de consagrarse como uno de los mejores directores de fotografía del cine español y mundial (en las carteleras está su último trabajo, Jasmine Blues, de Woody Allen), diseñó portadas de la revista Pueblos del Tercer Mundo que dirigió Unciti, en la que un verano, el del 76, compartí tareas de redacción con Juan Carlos Urruchurtu, ya fallecido, el redactor-jefe de Deia que alentó las investigaciones de los Gal.

Manolo me hizo dos veces sevillano. La primera, cuando dio mi nombre para que viniera a hacer prácticas el verano del 77 a El Correo de Andalucía. A la ciudad adoptiva de su amigo Javierre, cura y periodista como él. La segunda, doce años después, cuando viajó desde San Sebastián a Sevilla para casarme el día de San Fermín de 1989 en la capilla de los Marineros de la calle Pureza. En aquella ceremonia ya puso en práctica esa teología en vaqueros con la que tituló uno de sus libros. Se portaron muy bien Matilde y Tomás, los hijos del doctor Gerardo Grau y de Mercedes de Pablos, que un día después cumplían año y medio y hoy mismo cumplen 26. María José, la novia, contaba con Manolo para las bodas de plata el 7 de julio de este año. Compensaremos su ausencia con una luna de miel a San Sebastián, donde el día 11 esparcirán sus cenizas que se llevaron desde Madrid Asun, su hermana, y María Isabel, su sobrina.

Al funeral asistieron Alfonso Piñeiro, de los servicios informativos de Antena 3, o José Manuel Suárez, que da clase de Ética de la Empresa en la Universidad CEU. Muchos no pudieron ir o se enteraron tarde. A la residencia llegaban a diario los periódicos en los que hacíamos nuestros pinitos, incluido el vespertino Nueva Andalucía que dirigía Javier Smith cuando Editorial Sevillana abrió una delegación en la calle Montera. Desde la que me desplacé a la casa de Welintonia en septiembre de 1977 al conocerse el Nobel a Vicente Aleixandre. El año que nos casó Manolo lo ganó Cela y cayó el muro de Berlín. Con el tiempo se hizo futbolero y disfrutaba con los triunfos de la Real. Se perdió el último en el derbi vasco. Tenía 50 años cuando el equipo donostiarra ganó su primera Liga. Después cogió el testigo el Athletic de Javier Clemente, cuya biografía escribió Kepa Bordegaray, que tocaba la guitarra y observaba ovnis.

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