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Qué cosas pueden hacerse con la pintura

  • Una muestra de Birimbao confirma la vigencia absoluta de este género.

Todavía se dice que la aparición de la fotografía desconcertó a la pintura y casi firmó su certificado de defunción. Hoy, a punto de cumplirse el segundo centenario del célebre bodegón de Niépce, La mesa puesta (suele citarse como la primera fotografía), sigue habiendo quienes se empeñan en explorar el viejo arte de la pintura. Lo prueban las obras, todas convincentes, de los seis autores de esta muestra.

El nacimiento de la fotografía no desconcertó a los pintores. Muchos llevaban dos siglos valiéndose de la cámara oscura como auxiliar de su trabajo. La fotografía fue un quebradero de cabeza para quienes se limitaban a transcribir figuras, llevándolas al lienzo desde lo que solemos llamar realidad. Eran los autores menos dotados: tenían destreza pero no ideas. Los grandes pintores llevaban mucho tiempo investigando diversas posibilidades de la pintura (piénsese en Goya) y siguieron indagando cuánto podía decirse con ella.

La muestra de Birimbao es síntoma de que tal búsqueda (y los consiguientes hallazgos) siguen vigentes. Vean si no la contribución de Ismael Lagares (Huelva, 1978). Es un cuidado desorden. Arriba, campos de color, brillantes y quebrados, y a la altura de la división áurea de la vertical comienza un desmoronamiento de la materia que convierte a la pintura en agitado relieve, dejando a la vista, al nivel una división áurea inversa, la materialidad del lienzo. El resultado es una sensualidad desordenada, un desorden no exento de sabiduría.

En el extremo opuesto de la diagonal (y la intención) se sitúa Norberto Gil (Sevilla, 1975). Su trabajo es a la vez una reflexión sobre la arquitectura la abstracción racional y geométrica. Llaman la atención los matices de color: ¿Cuántos ocres, azules y grises distintos hay en el lienzo, en contraste con los nítidos colores puros? El apacible orden de la obra puede impedir la atención debida al color cuya sutil variedad pone una moderada agitación en el cuadro.

Frente a Gil, los dos paisajes de López Panea (Sevilla, 1973). Llama primero la atención su verdad. David lleva años trabajando el paisaje pero siempre parece llevar al lienzo su experiencia sin aditamento alguno. Hay rasgos atractivos a la mirada: el agua abajo, en el cuadro de la izquierda, y en el de la derecha, la vegetación arriba en la empinada roca. Pero más valiosa es la cercanía del plano, que hace que rocas y peñas interpelen al tacto y al sentido de la escala, y sobre todo su lenguaje gestual. Tan potentes como los fuertes riscos son los trazos que dejan la huella del gesto del pintor, aseguran la dureza del paisaje y llenan de ritmo el lienzo.

Diferente es el paisaje de Juan Carlos Naranjo (Villamartín, Cádiz, 1983). Su título, Nuevo horizonte, caracteriza bien el trabajo porque subraya la parte alta del cuadro que, desde una proporción clásica (de nuevo la división áurea) empuja hacia fuera el nocturno urbano, recurso espacial que reforzado por los colores cálidos de ventanas y neones. El cuadro puede verse en clave naturalista, pero también como abstracción geométrica cuidadosamente trabajada. Aún puede darse un paso más: ¿estamos ante la vista nocturna de una ciudad o ante la imagen irónica de planos cinematográficos de esa misma vista? No sé si es esta la intención de Naranjo, pero es sugerente la vibración entre el nocturno real y la ironía de la imagen fabricada.

Las imágenes socialmente compartidas son una tentación para la pintura contemporánea: la caricatura para Dix, el cómic para Lichtenstein, el graffiti para Basquiat, las fotos para Warhol y Richter. También los objetos más o menos kitsch, tan frecuentes en las listas de bodas. Estos objetos son los que parecen tentar a Ana Barriga (Jerez de la Frontera, 1986). Confiere a dos adornos de porcelana la dignidad de cariátides que enmarcan un extraño juguete y un plano con adornos de viejos papeles de pared. La ironía se completa con la irrupción de una figura extraña. Sus claros tintes eróticos ponen fin a la apacible convención.

Cristóbal Quintero (Pilas, 1974) ironiza con otro elemento típico de la imagen socialmente compartida, el neón. Con la exactitud del buen dibujante traza en colores ácidos dos figuras, una lectora y un pintor (de estrellas), de modo que establezcan por sí solas el espacio del cuadro. El trazo rodeado de un suave degradado hace pensar en efecto en el neón, aunque las figuras no son ajenas a ciertas representaciones de las constelaciones. Aquí la convención no se rompe sino se completa con el bodegón entre ambas figuras.

La muestra da idea en efecto de cuántas cosas se pueden hacer con la pintura. Tiene otra virtud: haber elegido formatos relativamente grandes. Con ello hace al espectador medirse con el cuadro y le recuerda que la pintura no puede apreciarse en la pantalla del ordenador. Menos aún en un móvil.

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