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ADIÓS A CARMEN LAFFÓN

De la tradición local a la modernidad internacional

  • Sin aspavientos, la artista logró evitar de forma tan elegante como rotunda la grieta evidente en la pintura sevillana del siglo XX

Una visitante en el Real Jardín Botánico de Madrid en marzo de 2021 ante obras de la serie 'La sal' de Carmen Laffón.

Una visitante en el Real Jardín Botánico de Madrid en marzo de 2021 ante obras de la serie 'La sal' de Carmen Laffón. / Rodríguez Jiménez (Efe)

Muchos son los logros de Carmen Laffón y las deudas que la historia de la pintura sevillana tiene contraídas con la pintora. Tantos logros casi como cada una de las entradas en el catalogo razonado de su obra publicado a principios de este año bajo la dirección de nuestro compañero, también desaparecido hace apenas poco más de tres meses, Juan Bosco Díaz-Urmeneta, máximo especialista en la obra de Carmen Laffón, a la que dedicó importantes estudios en catálogos y la monografía editada en 2009 por la Diputación de Sevilla, en la colección Arte Hispalense, Carmen Laffón: apuntes para una biografía artística.

Como es imposible glosar cada logro de la amplia trayectoria de una artista que ha trabajado intensamente hasta sus últimos días, quiero detenerme en aquella porción de su obra que considero más significativa para ejemplificar el paso de la tradición local sevillana, en la que se inició de la mano de Manuel González Santos, discípulo de Sorolla, frecuentador de los paisajes luminosos de Sanlúcar de Barrameda y amigo de sus padres, a la modernidad internacional sin necesidad de los aspavientos ni proclamas de la vanguardia, una grieta evidente en la pintura sevillana del siglo XX y que ella de forma tan elegante como rotunda consiguió evitar.

Quiero empezar con una serie sorprendente por su temática, la de los armarios; un modesto armario de pared es el protagonista exclusivo de la misma o de las mismas, porque después de la serie de 1979 de los armarios blancos hizo una más corta de los armarios negros, incluso hizo alguna escultura en bronce del motivo. Como digo un armario pequeño de pared, un objeto cotidiano, tan modesto pero pintado con tanta intensidad y emoción que se podría emparentar con los bodegones de Giorgio Morandi y hasta retrocediendo más con el ambiente de las escenas de interior del pintor francés del XVIII Jean Siméon Chardin, hasta hace no mucho poco conocido y cada vez más reconocido, como le pasó a Vermeer a principios del XX.

La frontalidad del objeto intensifica la frontalidad de la pintura que se resuelve en las tensiones armónicas de un rectángulo en un rectángulo. No son los presupuestos de aquel grado cero de la pintura que pregonaba el crítico norteamericano Clement Greenberg y los pintores de las abstracción postpictórica, porque los elementos propios y esenciales de la pintura (bidimensionalidad, frontalidad, forma y color) están tratados no con la frialdad científica de aquellos sino con la emoción vibrante de quien deposita en el objeto cotidiano buena parte de su identidad.

El tema del armario se convierte así en un retrato doble, un retrato ideológico de la pintura y un autorretrato de la artista. Además, la primera serie de los armarios tiene hasta un componente narrativo que tiene su origen en el armario de madera con las puertas abiertas que dejan ver en su interior diversos objetos como recipientes, trapos y unas tenazas. Este armario, fuertemente individualizado, de 1973, se convierte en el protagonista esencial de la serie del armario blanco de 1979. La serie se inicia con un armario con las puertas cerradas, que se irán abriendo progresivamente en los cuadros posteriores hasta quedar abiertas en el penúltimo de la serie, que concluye con una versión del armario cubierto con una sabana. Si admitiéramos, aunque entiendo que puede ser mucho admitir, que los armarios, como años antes en la serie de la muñeca Marcelina, son autorretratos figurados de la artista, sería evidente una lectura que nos ilustrara sobre cómo entendía en esos años su identidad y ese proceso que va desde el ensimismamiento a la expansión de una personalidad artística que se abre dispuesta a enfrentar nuevos horizontes.

Si parece demasiado arriesgada la lectura de los armarios como un autorretrato, siempre podrá ser valida una más formalista, en la que la figura cerrada del armario se relaciona, a lo largo del desarrollo de la serie, con una manera, cada vez más dinámica, de entender las tensiones entre figura y fondo. Y no hay que olvidar que este asunto era unos de los principales temas de debate en la pintura a finales de los años setenta en los que se realizaron los armarios blancos, especialmente en la pintura abstracta.

De la serie del Coto en la exposición 'El paisaje y el lugar' del CAAC en 2014. De la serie del Coto en la exposición 'El paisaje y el lugar' del CAAC en 2014.

De la serie del Coto en la exposición 'El paisaje y el lugar' del CAAC en 2014. / Claudio del Campo

Muy cerca de la abstracción está la otra serie en la que se unen definitivamente tradición y modernidad en la obra de Carmen Laffón. Me refiero a la serie de los cotos, o las visiones del coto de Doñana desde Sanlúcar de Barrameda, iniciada también en 1979. El coto de Doñana es una tierra tan plana que desde Sanlúcar es apenas una línea en la inmensidad del panorama. Como todo paisaje, la inmensidad mueve y conmueve el espíritu y es tan sensible la mirada de Carmen que este drama de la inmensidad lo traduce, sin restar emoción, a algo cotidiano o cuando menos cercano. El coto de Doñana aparece en sus obras como una estrecha franja que divide en dos partes casi simétricas la obra: abajo el agua, arriba el cielo. Este mismo paisaje, esta vista de la inmensidad con la franja del coto como personificación del horizonte al alcance de la mano, es un horizonte que podemos alcanzar y que no retrocede cuando a él nos acercamos sino que Carmen Laffón nos lo ofrece cercano, a la mano.

Se ha comparado esta serie con los cuadros abstractos de rectángulos irregulares separados por estrechas bandas e color de Mark Rothko. Y ciertamente es plausible no solo por pura coincidencia en los resultados sino por el conocimiento de Carmen de la pintura del artista norteamericano de origen ruso en particular y de toda la pintura abstracta en general. Aun más, ya puestos a indagar relaciones de Carmen Laffón con la pintura, quiero arriesgar otra lectura de estos cuadros de los cotos, de los que no hizo solo una serie sino varias tanto al óleo como al pastel, y es la relación con la tradición de la pintura sevillana, con la mejor tradición de la misma, con la de Murillo: no sólo los cielos de los cotos tienen el mismo grado de intensidad que los fondos de los cielos de las inmaculadas de Murillo, sino que en los cuadros de éste en los que aparece ese efecto tan barroco del rompimiento de gloria, donde lo maravilloso se acerca sin asomo de espanto a lo cotidiano, como ocurre en el San Antonio de la Catedral de Sevilla, recuerda esa conversación entre los mares y los cielos con la línea del coto como frontera incierta de los cuadros del coto de Carmen Laffón, esos cuadros del paisaje tan cotidiano y tan vivido por la artista que ayer, lamentablemente, nos dejó. Nos deja armarios llenos de paisajes y otras muchas maravillas. Gracias, Carmen.

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