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Adiós a Bruno Ganz, el europeo errante

  • El actor suizo, que encarnó el espíritu del mejor cine europeo de autor, deja memorables papeles en títulos como ‘El cielo sobre Berlín’, ‘La eternidad y un día’ o ‘El hundimiento’.

Pocos actores han encarnado mejor que Bruno Ganz, fallecido ayer a los 77 años en Zurich, su ciudad natal, el espíritu transnacional y culto de un cine europeo gestado desde la política de los autores. Tal vez su condición suiza, central y neutral le haya permitido moverse de Norte a Sur y de Este a Oeste en numerosos personajes ajustados a la medida de su elegante, controlada y melancólica figura y de una poderosa voz que condujo tantas veces unos relatos viajeros y errantes, de Wenders a Angelopoulos, de Tanner a Von Trier, con quien trabajó en la que ha sido su última gran aparición en el cine, La casa de Jack.  

Hijo de agricultores, Ganz dejó a medias el bachillerato para ingresar en la Escuela de Interpretación de Zurich, puente hacia el efervescente teatro alemán de los sesenta y setenta que se convierte en su hogar de adopción y su campo de pruebas (de Goethe a Bernhard) hasta que, cansado de giras, se dedica principalmente al cine desde 1975, año de su encuentro con Eric Rohmer en La Marquesa de O (1976), con cuyo Conde enamorado obtiene el Premio del Cine Alemán y en el que deposita buena parte de esa contención emocional y esa calidez que siempre fueron su sello.

Para entonces Wim Wenders ya ha puesto sus ojos en él, y lo llama para buscar a El Amigo americano (1977), punto de partida de una relación esencial que se consolida en El cielo sobre Berlín (1987), donde encarna al ángel Damiel, observador distante y empático de los humanos sobre las ruinas de una ciudad en transformación, en el que es uno de los personajes más recordados de su carrera.

Ganz se convierte así en un rostro habitual de los estertores y derivas del Nuevo Cine Alemán: junto a Werner Herzog en su versión de Nosferatu (1978), para Volker Schlöndorff en Círculo de engaños (1981) o con Peter Handke en La mujer zurda (1978). Pero también, fruto de su dominio del italiano, el inglés o el francés, es reclamado como figura itinerante, buscadora y lúcida para el cine de su compatriota Alain Tanner (En la ciudad blanca, 1983), por la actriz Jeanne Moreau en Lumière (1975), por Giuseppe Bertolucci (Una mujer italiana, 1979), el español Jaime Chávarri (El río de oro, 1985) o por el maestro griego Theo Angelopoulos en La eternidad y un día (1998), un filme donde de nuevo lo vimos recorrer las ruinas de una Europa fronteriza, neblinosa y en decadencia en busca de respuestas. De su larga experiencia en ese rico caldo de cultivo autoral surgiría también su interés por la dirección: Gedätchtnis (1982).

Tras un periplo televisivo en los noventa (El lugar del crimen, El gran Fausto), la fama le llegaría empero con uno de esos personajes históricos tan irresistibles como peligrosos: su mimética composición de Hitler en El hundimiento (2004) le trajo premios y reconocimientos, pero también ciertos tics que luego han sido pasto de memes para generaciones amnésicas. Por fortuna, para entonces el legado esencial de Ganz ya estaba fraguado, y aún podremos disfrutarlo en el nuevo filme de Terrence Malick, Radegund, de próximo estreno.