Manu Jara | Pastelero y repostero

“En estos tiempos de pandemia, estamos vendiendo más que nunca”

Manu Jara, en una de sus tres tiendas, en El Corte Inglés de la Plaza del Duque.

Manu Jara, en una de sus tres tiendas, en El Corte Inglés de la Plaza del Duque. / Juan Carlos Muñoz

Manu Jara (1966, Nancy), francés de ascendencia española, ha amasado la vuelta a sus orígenes entre obradores, nubes de harina y aromas a vainilla o frambuesa. Descubrió los secretos de la pastelería y repostería en el país vecino y tras despuntar con sus postres en el madrileño restaurante Zalacaín, tiró para Sevilla. Para Triana. Su vocación docente lo llevó hasta la Escuela de Hostelería de Sevilla, pero le echó el ojo a un local de la calle Pureza y allí, hace catorce años, hizo una raya en el agua (de azahar) con sus dulces de inspiración francesa, que conviven, por supuesto, con palmeras de chocolate.

–¿El primer sabor dulce que le viene a la mente?

–La tarta de hojaldre, manzana y vainilla. Una combinación perfecta. Trabajé en un dos estrellas Michelin en la Costa Azul donde hacían una tarta tatin de manzana que era espectacular.

–En la infancia, lo dulce lo asociamos al paraíso. Cuando uno crece y llega el sobrepeso, lo dulce se va demonizando…

–Es como todo, las cosas con moderación… Lo que hace daño es la porquería que nos venden en la pastelería industrial. Con buenas harinas, cremas, chocolates o huevos y un saber hacer –el savoir faire francés–, poco daño te va a hacer con una pieza que te comas al día.

–Que haya hoy tantas intolerancias va por ahí, ¿no?

–Claro, las harinas por ejemplo. Te empieza a picar la piel por el ácido ascórbico y otras sustancias que les meten para que aguanten en el tiempo. Esa materia prima la han ido procesando y manipulando cada vez más. Y pasa lo que pasa. Prefiero una pieza bien hecha que tres de dudosa procedencia. La pulpa de fruta procesada, que ya sólo es fruta al 60% al meterle esencias, es bastante más barata, pero… Es el principal problema con los niños, esa bollería industrial con tantos aditivos.

–¿Lo dulce no tiene por qué ser hipercalórico, o sí?

–Estamos en una ciudad y una región donde gusta el dulzor muy alto. La pastelería de aquí viene de las raíces árabes y se ve. En el norte, por cada litro de crema se añaden 100-120 gramos de azúcar, pero aquí estamos cerca de los 200. El azúcar satura el paladar y enmascara aromas. Nos tenemos que poner las pilas con esto y moderarla.

–Mantener la calidad y autenticidad y rebajar las calorías es complicado.

–(Risas). Nuestros cruasanes están hechos con mantequilla de Normandía, si quieres un buen hojaldrado… Lo que hay que hacer es comerse un solo cruasán al día y disfrutarlo. Si lo rebajo, ya pierde en boca, así que más vale disfrutar con moderación de algo con calidad.

–¿Valora realmente la calidad el consumidor?

–Y más en estos tiempos de pandemia. En la tienda de Pureza estamos vendiendo más que nunca, parece mentira. La gente no puede gastarse el dinero en salir y razonan que, por lo menos, lo que consuman en casa, que sea realmente bueno. La tienda gourmet (El Corte Inglés) está funcionando también muy bien en esta época por lo mismo.

–También estamos aprendiendo a disfrutar más el momento inmediato.

–Yo el primero…

–La gente se puso a hacer panes y bizcochos durante el confinamiento como si no hubiera un mañana…

–La gastronomía está de moda desde hace tiempo, el día a día te impide ponerte a hacerlo. La gente disponía de ese tiempo para trastear con ello.

–Si abrochas una comida con un buen postre vas a guardar un mejor recuerdo de ella.

–Una comida mediocre la puedes salvar con un buen postre, y una comida extraordinaria, la puedes estropear con un mal postre, porque es la última sensación que se va a llevar el comensal. Es como una buena película con un mal final.

–Algunos ven hasta cool renunciar a los postres.

–Hay de todo, pero es muchas veces por falta de conocimiento. Un postre no tiene por qué ser muy dulce y grasiento. El pastelero siempre ha sido el último en las cocinas. Cuando se construía una cocina, al pastelero se le metía en el rincón que sobraba. Mi primer gran restaurante en España fue Zalacaín, tres estrellas, y estuve en un rincón donde más calor hacía. Conseguí darle su sitio a la pastelería, es una partida más, como los entrantes, carnes o pescados.

–Son habituales buenas críticas gastronómicas a restaurantes rematadas con “sin embargo, en los postres flojean…”.

–El cocinero es más intuitivo y el pastelero más metódico, somos los farmacéuticos de la hostelería. Cuando entras en Martín Berasategui lo haces a la partida de pastelería, y cuando has cogido esa disciplina con las medidas del pastelero, pasas a cocina. Es inteligente. Son como las mates del cole.

–Lo veo pregonero de la Velá un año de estos.

–(Risas). Veinte años hace ya que llegué. Estando en Zalacaín había un cocinero, de la partida de pescado, que tenía un amigo jugador del Betis. Y me dijo que hablaría con él para buscarme casa en Triana. Y así hice. Busqué por allí y encontré en la calle Pureza. Empecé, estuve ocho o nueve años en la Escuela de Hostelería de Sevilla como maestro de pastelería y hace catorce años abrí mi primera tienda (hoy tiene tres).

–Se dice que Sevilla, y Triana en particular, no es plaza fácil para novelerías.

–Ufff, la gente me decía que ni se me ocurriese abrir una pastelería francesa en Triana, que la gente de allí es muy clásica. Entonces, hace 14 años, las multinacionales no abrían allí. Me siento un poco pionero. Estamos creando escuela y cada vez hay más movimiento, se ven más panaderías artesanas y pastelerías de otro tipo que la típica de aquí, que por supuesto debe permanecer. No debemos distinguir entre pastelería tradicional de aquí y la francesa, sino entre la buena y la mala pastelería.

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