¿Quién hará los dulces de los conventos si echamos a las inmigrantes?

La Caja Negra

Hay una misión no organizada pero de importancia máxima: las monjas africanas que salvan muchos conventos

Los lobos aúllan en Sevilla

La Sevilla yacente

Religiosas elaboran dulces en el patio de un convento de Sevilla.
Religiosas elaboran dulces en el patio de un convento de Sevilla. / M. G.

Son las ocho de la mañana. El cura dice misa en un ambiente de absoluta paz. Hay solo tres feligreses. En el presbiterio, además del sacerdote, hay diez religiosas. Cinco a un lado y cinco al otro. Nueve son africanas y una, la de mayor edad, es española. Se han levantado a las seis y cuarto de la mañana a golpe de campana. Rezan, lavan y planchan, hacen la comida del día, elaboran los dulces que venden en el torno, cuidan que no falte de nada en la despensa, mantienen la iglesia abierta al culto, vuelven a rezar, recogen ropa usada que distribuyen entre necesitados... Cada vez hay más cola de visitantes para comprar la repostería. La lista de productos es muy variada. Muchos turistas compran los almendrados, las yemas, los bollitos con matalahúva, los naranjitos, el turrón... En la radio hay un debate sobre inmigración. Alguien expone que el Partido Popular está en el difícil terreno de situarse entre los que defienden que haya papeles para todos y los que amagan con expulsiones masivas. Algún parlante despotrica del discurso xenófobo del partido catalán emergente. El caso es que hay tres millones de inmigrantes en España que contribuyen al mantenimiento de la Seguridad Social y del sistema de las pensiones. ¿Cuál sería el efecto inmediato de una salida masiva? Una tragedia económica en general y miles de dramas particulares. Sin religiosas africanas, muchos conventos echarían el cierre, muchos de esos monasterios que son historia y orgullo de tantos sevillanos se quedarían sin vida. La realidad es que las españolas no pueblan las celdas. Han de venir de fuera para que sigamos disfrutando de la riqueza espiritual de esas misas al alba, de las yemas de San Leandro y de toda esa lista de manjares que evocan tantas festividades solemnes. Sin africanas, no habría alfajores amarguillos, yemas de batata, tortas, bienmesabes... No habría tantos tornos, cerraría un número importante de conventos. Ellas están salvando desde hace años uno de los mejores patrimonios de Sevilla: los conventos. Ellas están sacando adelante las hospederías, los obradores, las lavanderías y la gestión de los salones que ceden para celebraciones, todo lo cual les permite obtener beneficios para sobrevivir. Porque en muchos conventos se sobrevive a duras penas, cosa mayoritariamente ignorada por los sevillanos. ¡Cuántos sevillanos ayudan a muchas monjas de clausura en silencio y con una silenciosa discreción!

Cada cierto tiempo hay programas electorales que prometen la apuesta por los monasterios, por su inclusión en rutas turísticas y por la concesión de ayudas a la conservación del patrimonio. La verdad es que la mayoría de las congregaciones tiran de benefactores para las obras importantes (pedid y se os dará) y de sus labores para ganarse el pan de cada día.

"¿Qué utilidad tienen la vida contemplativa de tantas monjas?", preguntó alguien con impertinencia. Y aprendimos de una gran respuesta. "Alguien tiene que rezar por el mundo mientras los demás andamos en la vorágine. Y fíjate si es útil que hace posible que lleves zampadas cuatro yemas". Hay una especie de misión que lleva años en marcha, que no responde a una organización concreta, sino a un movimiento natural y saludable. Es una suerte de misión africana. No hay pasos en la calle, ni música, ni actos especiales. Se trata de la llegada de decenas de monjas que vienen a Sevilla y hacen posible la subsistencia de muchos conventos. Una inmigración ordenada, productiva y en la que solo encontramos sonrisas, amabilidad, ternura y un tacto digno de reconocimiento. Nunca chirrían.

La misa termina. Llega una furgoneta de la que extraen cajas con alimentos con destino al patio del convento. Abre el torno. "Ave María Purísima". Suena una campana, alguien deposita una bolsa con ropa. "Está lavada y planchada, hermana. Para quien la necesite". La monja asiente y dedica una sonrisa de alegría. No debe hablar español, porque evita pronunciar una palabra, pero sabe hacer yemas. Vino a Sevilla con la esperanza de encontrar una vida mejor. Y quizás no termine de saber hasta qué punto sus manos contribuyen a seguir haciendo la mejor Sevilla. Y a rezar mientras los demás estamos en la bulla de la vida cotidiana. Sin africanas, no habría ese paraíso sevillano que son los conventos. Quedarían los edificios sin alma, los patios sin vida, las campanas mudas, un museo en el mejor los casos.

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