Mercado de trabajo

¿Reforma laboral en 2010?

  • A pesar de anunciar reformas laborales eficaces, el gobierno ha sido presa de la tibieza y las presiones

Eduardo González Biedma

Profesor de Derecho del Trabajo y consejero Cuatrecasas Andalucía

Nuestro mercado de trabajo adolece de multitud de contradicciones y paradojas que hasta un ciego ve. Valgan las dos fundamentales: apenas ha bajado, ni siquiera en sus mejores años, de los dos dígitos de tasa de desempleo, mientras que España era uno de los países europeos donde más inmigrantes encontraban trabajo con facilidad; la legislación laboral es muy restrictiva de la contratación temporal, pero ello no nos privaba de tener la tasa de empleo temporal más alta de Europa. Nuestro mercado de trabajo parece tener todos los males, pues: alto desempleo, temporalidad –ambos factores, letales para cualquier economía por cuanto significan una dilapidación de recursos y pérdida de capital humano– y, a ello hay que añadir poca productividad –que se traduce en salarios bajos y en pocos beneficios empresariales– y falta de flexibilidad. Si a ello se une además la existencia de cotizaciones sociales altas –que funcionan como un impuesto sobre el trabajo– no nos debe sorprender ni nuestro sobrado 20 por ciento de desempleo, ni tampoco el escaso interés que, en general, parece hoy tener nuestro mercado de trabajo para el inversor, sea extranjero o nacional.

El Derecho del Trabajo, ciertamente, no nace, ni se ha aderezado durante su vida, para facilitar esa productividad y flexibilidad. Si acaso, para limitarlos, contraponiendo la protección de los trabajadores (fundamentalmente de los que sí trabajan, no de los que buscan empleo) al natural deseo empresarial de contratar el trabajo sometido sólo a las reglas del libre mercado y de organizar sus recursos humanos sin restricciones: sin salarios que no sean los resultantes de los acuerdos individuales con los trabajadores, con mínimas cuotas sociales y con posibilidad de prescindir de los trabajadores excedentarios sin penalización económica tan pronto como su rendimiento no sea óptimo o no sean necesarios. Si, idealmente, tales condiciones existiesen, el coste de la mano de obra descendería, en términos globales, aumentaría la demanda de mano de obra y, con ello descendería el desempleo. Habiendo menos desempleo, o sea, más escasez de mano de obra, subirían por efecto del mercado los propios salarios y se cerraría el círculo virtuoso de menos desempleo y mayor salario. Este bucle virtuoso, defendido en una u otra extensión por muchos economistas liberales, ha funcionado, con bastantes matices, en un buen número de las grandes economías mundiales. La invocación de las reformas del Derecho del Trabajo, al menos en el sentido que se da a ellas actualmente en España, no representan, en el fondo, más que un deseo de eliminar al menos algunas de las trabas a la “libre” contratación y extinción de trabajadores que asumen que, a la postre, esas trabas limitan el deseo de contratarlos y cercenan así la creación de empleo. Hay, no obstante, una fuerte corriente doctrinal e intelectual que niega que ello sea así; esto es, que la “rebaja” de las condiciones laborales conlleve efectivamente una disminución del desempleo, sosteniendo que la demanda de trabajadores es considerablemente rígida y que, fijada por una empresa la conveniencia de iniciar o mantener una oportunidad de negocio, ésta acepta las condiciones laborales existentes en un país o en un sector, de manera que rebajando éstas se aumentarían los beneficios de la empresa, pero no necesariamente se incrementaría el empleo. Qué duda cabe que en Europa –acaso en el mundo– ni una ni otra visión se ha impuesto claramente, pues la misma está en el mismo centro del debate sobre las políticas laborales y sociales a nivel mundial, que se combinan además con visiones globales de la política en general. Las reformas laborales recientes reflejan en cierto sentido cuanto se acaba de exponer, y también las contradicciones, paradojas y debates subyacentes.

Pero, conceptualmente, acepta que una rebaja de los estándares laborales sí tiene una incidencia positiva sobre el volumen de empleo, optando por ello pero “sin renunciar” a determinados estándares que se consideran ya indiscutibles. De manera que la nueva pregunta se centraría en determinar ¿hasta qué punto deben cambiarse determinados derechos laborales para mejorar el nivel de empleo y para reducir la tasa de temporalidad? El Gobierno ha intentado, en 2010, dar un paso en esta dirección pero, hay que decirlo, sin convicción suficiente. Ha proclamado ante la opinión pública la necesidad de apostar por la flexibilización o disminución de ciertas prerrogativas laborales a cambio de mejoras en el nivel de empleo pero, a la hora de materializarlas, quizás una falta de convencimiento, presiones externas, y ciertos elementos ideológicos muy interiorizados, han determinado que tales propósitos no se hayan materializado; o al menos no como se habían anticipado. El “caso estrella” que nos permite evaluar lo sucedido es la anunciada reforma del despido por razones objetivas, en concreto el debido a causas económicas, técnicas, organizativas o productivas. El mismo, como es sabido, se indemniza con 20 días por año de servicio (máximo de una anualidad) si se declara procedente, mientras que en otro caso, además de retribuirse con 45 días por año de servicio tiene un máximo de tres anualidades y media de salario. Pues bien, tradicionalmente, para el empresario, la declaración de procedencia de ese tipo de despido ha sido bastante difícil de reconocer judicialmente, ocupando por ello, en la práctica, sólo un papel residual. Se entendía desde el Gobierno que, por ello, el empresario entendía que el coste del despido como muy alto, incluso si tenía razones que en buena lógica empresarial podían justificarlo. Pues bien: en la “primera reforma” de 2010 –mes de julio– se sometió la procedencia de este despido a la existencia de “mínima razonabilidad” económica en su causa. Ello fue percibido como un cambio sustancial en el régimen preexistente del despido que, al tiempo que fue valorado positivamente, trajo graves críticas de otros. Pues bien, cuando se aprueba por ley la reforma laboral en diciembre de 2010 (Ley 35/2010) se abandona esa fórmula y se vuelve a otra que ya abandonaba ese criterio de “mínima razonabilidad”.

Se regresaba a una parecida a la que ya existía antes de junio y que, antes bien, según muchos, era incluso más restrictiva que ella. Los demás aspectos de la reforma laboral seguida en 2010 son de carácter sobre todo técnico, y lo único reseñable es la eliminación de algunas restricciones existentes para las ETT y la facilitación del contrato indefinido para el fomento del empleo. A mi entender, no es ésta la reforma que necesitaba nuestro mercado de trabajo y ha supuesto una evolución muy tenue de la situación preexistente de la que cabe esperar muy poco. No debe por lo tanto sorprendernos que las estadísticas evidencien pocos éxitos en relación al desempleo y a la tasa de temporalidad de nuestro mercado de trabajo, pues lo que se ha hecho, al menos en el ámbito de la legislación social, ha sido escaso, demasiado poco para los tiempos que corren y para lo que se había anticipado, sin que la desmedida reacción –una huelga general que, a la vista de lo sucedido, ha sido más preventiva que reactiva– deba enturbiar la visión de lo que ha pasado. El año 2011 apunta también nuevas y contundentes reformas en el ámbito social –pensiones, negociación colectiva, proceso laboral…– pero la legislación laboral individual se vislumbra como un terreno ya “quemado” cuya reforma se ha cerrado en falso. Y eso no es una buena noticia. Al menos no mientras que el volumen de desempleo siga, en Andalucía cercano al 30 por ciento, en España supere el 20 por ciento y la tasa de temporalidad en la contratación se sitúe por encima del 25 por ciento. Estadísticas todas estas que desbordan, en mucho, las comparables en cualquier país europeo de nuestro nivel.

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