Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La conversión de Pedro
DEBO pedir disculpas al lector. La semana pasada publiqué en los diarios de Grupo Joly un artículo titulado La lógica de la guerra, pero… ¿de verdad existe esa lógica? Lo cierto es que solía haberla, aunque ya no estoy tan seguro.
En el siglo XIX, cuando Clausewitz escribió su conocido tratado –largo y aburrido, pero todavía imprescindible para entender los conflictos bélicos–, se asumía que la guerra era la continuación de la política por otros medios. La fuerza militar era el instrumento de que disponíamos para obligar a un adversario a aceptar unas condiciones justas o injustas, pero que iban más allá de lo que se podía lograr por medio de la diplomacia.
¿Sigue siendo así ahora? Me temo que no. La guerra, proscrita en la Carta de las Naciones Unidas, ha regresado al escenario global… pero, al parecer, con una inexplicable mutación en su naturaleza. ¿Qué condiciones se le han impuesto a Irán para un alto el fuego en la guerra con Israel? Ninguna. Sólo se les ha pedido que ellos también dejen de disparar. Jamenei, que sabía mejor que nosotros cuántos misiles le quedaban para tratar de mantener el tipo en una contienda militarmente muy desequilibrada, se habrá frotado las manos al oír al magnate exigir a Netanyahu, de bastante malos modos, que ordenara dar la vuelta a los aviones que ya se dirigían hacia Teherán.
Es pronto para hacer balance de lo ocurrido, pero los que tenemos algunos años recordamos las críticas que se hicieron al presidente Bush (padre) por no haber aprovechado la Guerra del Golfo –como ha habido tantas, aclaro que suele llamarse así a la que, amparada por claras resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU, expulsó a las fuerzas iraquíes de Kuwait en 1991– para llegar hasta Bagdad y deponer a Sadam Hussein. Al final, fue su hijo quien terminó la tarea en 2003… cuando ya se había perdido toda la hipotética legitimidad del momento.
Nadie tiene una bola de cristal para ver el futuro, pero sí está la hemeroteca para encontrar pistas en el pasado. Apuesto a que el mundo –o, más bien, la mitad de él– no tardará en criticar al presidente Trump por dejar, él también, la tarea a medias. Espero que ninguno de sus hijos llegue a presidente y decida tratar de completar la destrucción del programa nuclear iraní cuando ya haya desaparecido –si es que no lo ha hecho ya– toda posibilidad material de hacerlo.
Trump se mostró como una figura paternal con derecho a reñir a Netanyahu y Jamenei"
Mientras Jamenei, desafiante, insiste en que proseguirá el enriquecimiento de uranio, Trump justifica el cierre en falso de la guerra porque ya ha aniquilado completamente el programa nuclear de Irán… excepto el reactor de Bushehr, claro, que goza de impunidad. ¿Cuánto de verdad hay en esta afirmación? No tengo datos para dar una opinión rigurosa, pero sí debo insistir en que la fuerza es un mero instrumento, no un fin.
Técnicamente, el ataque norteamericano parece irreprochable. Todas las bombas impactaron en el lugar designado y funcionaron a la perfección. Las defensas iraníes ni siquiera llegaron a reaccionar. Sin embargo, lo que de verdad debería importarnos no es el éxito militar, sino los efectos del bombardeo en la capacidad y, sobre todo, en la voluntad del enemigo.
No es fácil llegar a conclusiones firmes sobre ninguno de esos extremos. Los expertos militares pueden estimar los daños provocados por los ataques a las instalaciones nucleares, aunque para estar seguros tendrían que llevar a cabo una inspección sobre el terreno. Más allá de eso, sólo podemos suponer qué porcentaje de las centrifugadoras iraníes estaba todavía en Fordow. Menos aún sabemos sobre el material ya enriquecido. El propio ministro de defensa de Israel, un halcón en el Gobierno de Netanyahu, reconoce que “Israel no sabe dónde guarda Irán su uranio, pero volverá a atacar si es necesario”. Y aquí es donde aparece el problema de la voluntad. Todo indica que sí será necesario, pero ¿cuándo exactamente? ¿Cuándo, expulsados los inspectores del Organismo Internacional de la Energía Atómica, la República Islámica haya tenido tiempo de reanudar su programa en lugares ocultos o, como Bushehr, protegidos por su propio estatus nuclear?
Irán ha llegado hasta el umbral de la bomba como un estado paria, sancionado por todos. Por desgracia, la guerra de Ucrania ha cambiado definitivamente su estatus. Como Corea del Norte, ahora es un aliado de Rusia. Sean cuales sean los destrozos causados por la reciente guerra, Teherán podrá reiniciar el programa en mejores condiciones de las que tenía cuando lo empezó. Sobre todo si confirma su salida del régimen de inspecciones que prevé el Tratado de No Proliferación.
Todo esto, además, se sabía. Como se saben las dificultades militares y políticas que acarrearía llevar más lejos la campaña contra los ayatolas. ¿Por qué entonces la guerra? Para empezar, el presidente Trump se ha hecho dos “fotografías” de las que a él le gustan: la que muestra su bota sobre la pieza cazada en Fordow y la que le sitúa por encima de Netanyahu y Jamenei, como una figura paternal con derecho a reñir a ambos por no seguir sus instrucciones. En Israel ya hay quien, con el apoyo del propio Trump, pide el sobreseimiento del juicio de Netanyahu porque… ¿cómo poner en la picota a un héroe de la patria? El último de los tres protagonistas de la guerra, el líder supremo Jamenei, ha detenido ya a centenares de posibles agentes del Mosad –seguramente habrá aprovechado para incluir en la lista a cualquiera que le haya mirado mal– y ejecutará a los más peligrosos.
Así las cosas, y perdone el lector la dramatización, no tengo más remedio que bajarme de la burra: la guerra sigue siendo la continuación de la política por otros medios. Sólo que ahora ya no viene a continuar la política exterior, sino la doméstica. Apañados estamos.
Juan Rodríguez Garat es almirante retirado.
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