Breve historia de la iniquidad
Umberto Eco regresa con una novela de compleja estructura donde traza el relato, inverosímil por cierto, del nacimiento de las fábulas conspirativas que acabaron alumbrando la gigantesca y cruel superchería que dio origen al antisemitismo moderno.
Según hemos podido leer en la prensa, ni el Vaticano ni el Estado de Israel parecen muy conformes con cuanto se noveliza en El cementerio de Praga. Sin embargo, los hechos aquí detallados, por asombrosos y extravagantes que parezcan, no son más que el verídico relato de una gigantesca y cruel superchería: aquélla que dio origen al antisemitismo moderno. Ni las opiniones de Wagner, feroz antisemita, ni el affaire Dreyfus, que dividió a la sociedad francesa a finales del XIX, hubieran sido posibles sin la previa figuración del judío, de la raza semítica, como un poderoso enemigo, tentacular y arcano. Bien es cierto que el antisemitismo puede rastrearse ya en las primeras cruzadas, en los progroms de los viejos burgos, o en la leyenda medieval de El judío errante, el desdichado Ashaverus que purga su culpa caminando, hasta el fin de los tiempos, por negarle el descanso a Jesús camino del Calvario. No obstante lo cual, y leída la obra, no parece que la curia romana o los ciudadanos israelíes deban sentirse molestos. El cementerio de Praga no se ocupa del catolicismo, del judaísmo o de las intrigas de Roma. Se ocupa de trazar, bajo el auspicio de la ficción, el tortuoso nacimiento de una inquietud, que principia en la Revolución francesa y culmina, ya en la Rusia zarista, con la publicación de Los Protocolos de los Sabios del Sión, cuyo influjo en el ideario nazi es sobradamente conocido.
Así pues, El cementerio de Praga no abarca el periodo del III Reich, ni los numerosos movimientos que en la Europa del XX persiguieron, extorsionaron y orillaron a la población hebrea. Muy concretamente, la novela se centra en el periodo que va de 1806 a 1905. Esto es, desde la difusión, por parte del abate Barruel, de la supuesta carta de un oficial piamontés, J. B. Simonini, que denunciaba la conspiración de judíos y masones para apoderarse del mundo, a la publicación en Rusia de Los Protocolos..., a cargo del místico y embaucador Sergey Nilus. Ese mismo año, el año de 1806, Napoleón se había reunido con un grupo de judíos notables ("El Gran Sanedrín" los llamó frívolamente el Sire), de modo que las fuerzas del Antiguo Régimen, junto a la Francia conservadora, concluyeron que la masonería y la Revolución no eran sino los títeres del judaísmo internacional, el verdadero y mefítico poder a la sombra. En cuanto a Los Protocolos... de la Rusia zarista, no fueron sino el medio de utilizar un antiguo recelo, para dar cauce a la inquietud popular que acabaría, diez años más tarde, en la Revolución de octubre. ¿De dónde, sin embargo, esta necesidad, este triunfo de la fábula conspirativa?
Safranski, en su Romanticismo, sitúa el origen de la literatura de complots, sectas y sociedades secretas tras la derrota de la Grande Armée napoleónica. Es decir, cuando la Europa en llamas no encuentra la felicidad prometida por la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad dieciochescas. Ahí es cuando los carbonarios, masones, iluminatti, jesuitas, etcétera, empiezan a postularse como escondida explicación de un gigantesco desorden. De hecho, las obras de Eugenio Sue, donde los jesuitas son el oscuro poder que lo rige todo, serían la plantilla literaria sobre la que luego se escribirían los panfletos antisemitas. Bastaba sustituir jesuitas por judíos, y el resultado es el Biarritz (1868) de Goedsche. De igual modo, Los Protocolos... serán el plagio de una obra escrita contra Napoleón III, y en consecuencia, en favor de la democracia y los principios revolucionarios. Esta obra fue Diálogos en el infierno entre Montesquieu y Maquiavelo (1864), de Maurice Joly, cuya denuncia del poder imperial servirá, años después, en manos de Nilus, para enumerar las fantasmagóricas ambiciones del gobierno mundial sionista. Sin embargo, Nilus era sólo el editor. El verdadero artífice de esta astracanada fue Pyotr Ivanovich Rachkovsky, jefe de la sección exterior de la Ojrana, la policía secreta zarista, y asombroso personaje, de aguda inteligencia, cuyas operaciones en París llenaron la ciudad de falsos anarquistas y pequeños complots, destinados a favorecer el apoyo a las políticas de Alejandro II.
Toda esta compleja maquinaria al servicio de diversos poderes, de múltiples intereses, de miedos disparejos, es la que Eco trata de reconstruir aquí, en El cementerio de Praga, utilizando a los personajes mencionados, junto a alguno otro como Osman-Bey, el estafador serbio que firmó La conquista del mundo por los judíos, para componer el agitado y mendaz retrato de aquel fin de siglo parisino, en el que el psicoanálisis de Freud y la hipnosis de Charcot se mezclaban con el espiritismo de madame Blavatsky. Sin embargo Eco, novelista al fin, dispone estos hechos a modo de narración ambigua, sonámbula, esquizoide, de manera que lo tratado en estas páginas, de veracidad irrebatible, se aparece ante el lector con la corpulencia sinuosa y el aire fantasmal de las pesadillas. Vale decir, como una de aquellas novelas de sociedades secretas, que tanto fascinaron al XIX del folletín por entregas. Así, el protanonista de la novela no es otro que Simone Simonini, nieto apócrifo de aquel verídico J. B. Simonini que remitió la carta a Barruel, el buen abate atenazado por el temor a los masones, a los enciplopedistas y al ateísmo jacobino. De aquel miedo conservador al liberalismo, a la revolución, a los gigantescos cambios de la sociedad moderna, nació esta necesidad de explicar la realidad en forma de conspiración mundial y conjura incesante. Para Sue, fueron los jesuitas quienes estaban detrás de cualquier desastre diplomático. Para Barruel y las fuerzas periclitadas del Ancién Régime, era la masonería y el Gran Oriente. Para el imperio Prusiano y la corte zarista, fue el sionismo, cuya abundante presencia en aquellas tierras, les permitió fabricarse un enemigo dócil y compacto. ¿Y El cementerio de Praga? Con este título se publicó por separado uno de los capítulos del Biarritz de Goedsche. Allí, a la medianoche, entre las viejas sepulturas, como antaño los jesuitas de Sue, se reunirían los jefes de las doce tribus de Israel, para continuar la conquista, la esclavización de la civilidad cristiana. La consecuencia de esta literatura ya la sabemos. Su asombroso origen, sin embargo, es lo que Eco expone en esta novela, inverosímil por cierta, donde la iniquidad y el delirio fin de siècle se dan arteramente la mano.
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