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Flamenco telúrico | Crítica

La Tierra sin fronteras de Carina 'La Debla'

Carina 'La Debla', de rodillas a los pies de la hermosa torre.

Carina 'La Debla', de rodillas a los pies de la hermosa torre. / Rafa Núñez Ollero

Con un verano que se resiste a abandonarnos y una cotidianidad cada vez más incierta, Sevilla presenta aún reductos de una belleza y una serenidad impagables, espacios sin tiempo donde refugiarse de los malos presagios.

Uno de los más hermosos sin duda es la Torre de Don Fadrique, ubicada junto al céntrico convento de Santa Clara, perteneciente hoy al Ayuntamiento. Un enclave que durante todo el mes de septiembre se está llenando de música y danza gracias a una iniciativa de la compañía La Tarasca con el apoyo de GNP Producciones. El pasado martes tuvo lugar allí el estreno del último trabajo de Carina 'La Debla', Flamenco telúrico.

Con las piedras medievales de la torre como fondo, tres músicos irán tejiendo un universo sonoro y armónico para que la danza entre y salga a placer. El flamenco impone su fondo rítmico, pero el tapiz lo teje sobre todo el veterano percusionista Álvaro Garrido, entre otras cosas director de Zanfoñamovil, con un repertorio casi infinito de objetos y sonoridades que ya nos llenan de vivos colores ya nos sumergen en un auténtico jardín zen. Junto a él, un polifacético Cristian de Moret irá experimentando melodías con su teclado y su guitarra eléctrica y, finalmente, un estupendo cantaor, Quisco de Alcalá, será el encargado de poner el contrapunto flamenco, andaluz, existencial incluso, al continuum musical de la pieza. Con su voz potente y con sus humoradas, incluida una patada por bulerías a cámara lenta, es él quien conecta la danza de Carina con el flamenco de la tierra: con la granaína, la malagueña, la trilla o la seguiriya.

Junto a ellos, 'La Debla' saluda al público y recuerda cómo llegó a Sevilla desde su Alemania natal hace ahora 25 años. Deja claro que el flamenco era y es su pasión y le rinde homenaje comenzando por alegrías, como mandan los cánones, con bata de cola y un mantón que se mueve como impulsado por la fuerte brisa de Cádiz.

Podría haber hecho un recital de flamenco al uso, pero no lo hace. Sabe bien que, en esta ciudad, aun con su buen hacer y sus bonitas estampas, no dejaría de ser una bailaora más, y además, su formación en danza clásica y contemporánea le han proporcionado un gusto por la danza sin etiquetas que no está dispuesta a domeñar.

De modo que pronto se quita la cola y comienza a moverse con total libertad. Es más, antes de despedirse de ella, ya en el silencio de las alegrías, deja claro que conoce otros vocabularios y que piensa utilizarlos, con una legitimidad conquistada a lo largo de los años, para invocar a esta tierra que es de todos, aunque nos empeñemos en llenarla de fronteras y cicatrices.

Y lo hace de un modo casi espiritual y siempre estetizante, con una dulce nana que se convierte en un hermoso baile con una bola de luz, o con una danza orientalizante en la que gira y busca el suelo para despertarlo con suavidad a la vez que con determinación. Luego continua su viaje por África, por esos movimientos de cadera con que allí se busca la conexión con las fuerzas telúricas, para volver de nuevo al flamenco. Pero a un flamenco del siglo XXI, lleno de sensualidad, con el que aúna sin empacho las escobillas con los alados abanicos, los vaqueros con las castañuelas… Porque ella puede.  

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