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Luz sobre las cosas | Crítica de danza

La magia del espacio y sus múltiples percepciones

Luna Sánchez y Guillermo Weickert en una escena de 'Luz sobre las cosas'.

Luna Sánchez y Guillermo Weickert en una escena de 'Luz sobre las cosas'. / Marta Morera

Formado en Sevilla, tanto en danza como en teatro, Guillermo Weickert lleva mucho tiempo dedicado a la formación y a la dirección de escena de espectáculos ajenos. También ha participado como intérprete en espectáculos de otras compañías.

Todo ello ha hecho particularmente gozosa esta vuelta a sí mismo. Una esencia que, a pesar de la libertad total elegida y de su reconocible manera de moverse en el escenario, no es ya la de aquel aplaudido Lirio entre espinas de 2014.

Con una fantasía que, consciente o inconscientemente, lo acerca al mundo de Baro d’Evel (la compañía franco-catalana con la que trabaja últimamente), sus referentes, tanto teatrales como literarios y cinematográficos, han aumentado hasta ofrecer una nueva y mucho más imaginativa versión de su mundo personal y de su danza.

Como el trabajo de Peter Zumthor, el arquitecto del que ha tomado el título de la pieza, Luz sobre las cosas, el coreógrafo ha construido en el fantástico escenario del Central, abierto por los hombros y hasta la chácena, un espacio enorme y sugestivo que le será muy difícil repetir en otros teatros. En él, al contraste entre la luz y la oscuridad, la cercanía y la lejanía, se añade la música que lo envuelve para ofrecer todo un mundo de percepciones y de emociones que el creador onubense y sus dos magníficos bailarines descubren y habitan con la intensidad y el júbilo del que le ha sido concedido un tiempo limitado para disfrutarlo.

Como en una película de ciencia ficción, y por obra principalmente de los mil focos colocados por Benito Jiménez –en ocasiones nos parece estar en una pieza de Bob Wilson-, la escena se convierte en una auténtica nave espacial en la que sus tripulantes, dormidos o hibernados en sus sacos, se despiertan para experimentar lo que sus cuerpos les piden o la emoción que, durante unos instantes, les llega a través de una enorme puerta lateral.

A un lado del escenario, en una plataforma elevada, el rey de las músicas, Miguel Marín, con su presencia poderosa y sutil, su batería, su guitarra eléctrica y sus retazos de canciones, juega a acompañarlos o incluso a dirigirlos.

En ese día sin tiempo, los tres habitantes de la nave se van a entregar a la danza donde y como les apetece. Weickert, ya casi cincuentón, cede a la joven y fantástica bailarina gaditana Luna Sánchez la danza más enérgica y catártica, una danza coqueta de tacones y melena provocadora que se irá apaciguando al encontrarse con la más contenida de Alberto Lucena, con el que llega a una auténtica simbiosis antes de que este se convierta en un Freddie Mercury espacial.También hay textos, casi nunca necesarios, aunque funcionan perfectamente cuando se acompañan de partituras físicas, como el del final de Lucena.

Weickert, de negro como todos y con su larga barba blanca, baila de acá para allá como un trasgo sin una meta aparente, rezongando para sí o buscando la complicidad de los espectadores. Así se van desarrollando las escenas sin una especial hilazón pero con mucha danza, con el fino humor marca de la casa, y con una felicidad que los lleva a alargar la pieza y a retrasar una y otra vez su final, regalándonos mientras tanto uno de los más hermosos tríos dancísticos del espectáculo.

Por fin, vuelven a sus sacos y a su sueño mientras que los demás sentimos un deseo ferviente de que la nave se eleve, con todos nosotros dentro claro está, y nos conduzca a un mundo mejor.

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