Crítica 'El viento se levanta'

Hacer visible lo invisible

El viento se levanta. Animación, Japón, 2013, 125 min. Dirección y guión: Hayao Miyazaki. Música: Joe Hisaishi.

Se le atribuye a Méliès haber comentado, tras la primera proyección en París de los cortos de los Lumière, que, de todo el repertorio de vistas, gags y paisajes urbanos y cotidianos, lo que más le había llamado la atención era el movimiento de las hojas de los árboles en el fondo de Repas de bébé. El asombro de Méliès provenía no tanto de la reproducción del movimiento o el carácter entrañable y pintoresco de aquella escena familiar, sino de comprobar cómo el cinematógrafo, esa nueva máquina de los estertores del siglo, era capaz de hacer visible lo invisible, de materializar ante sus ojos algo que la pintura y el arte llevaban siglos intentando capturar en vano; a saber, el viento.

En la que se anuncia como su última película, el maestro japonés Hayao Miyazaki también parece querer atrapar el viento, hacerlo visible y poderoso, como principal argumento estético e impulso creativo para su despedida tras treinta años de maravillas animadas (Nausicaa, Mi vecino Totoro, Porco Rosso, La princesa Mononoke, El viaje de Chihiro, El castillo ambulante, Ponyo en el acantilado), una despedida que es también un adiós a su tiempo, al tiempo de su infancia y sus mitos, al tiempo de aquel niño japonés que soñaba con Europa y que quiso ser aviador (como el entusiasta Caproni que se aparece aquí a lomos de las alas de sus artefactos voladores) antes de convertirse en uno de los más grandes cineastas (de animación) de todos los tiempos.

De vuelta al premonitorio epicentro trágico del siglo XX, a una época de amenazas, terremotos y guerras que truncaron pronto el sueño tecnológico de la modernidad, El viento se levanta toma de la mano un verso de Valéry para trazar un prodigioso viaje en paralelo por los caminos de la ciencia y el amor romántico y trágico, un camino que se entrecruza en el sueño de Jirô (Horikhosi, el inventor de los aviones que bombardearon Pearl Harbor), un niño que sueña con hacer aviones ligeros y hermosos y que encuentra en su proyecto vital a una mujer (Nahoko) que comparte su mismo impulso por lo invisible (desde la pintura, precisamente), una misma vibración por esas señales de la naturaleza que enseñan al hombre el camino de la belleza y la armonía.

Prodigiosamente narrada entre sueños premonitorios y elipsis de viejo maestro, El viento se levanta no sólo apuntala la animación como territorio adulto y metafórico de primer orden, cimienta también un sentido de la imagen como lienzo de emociones plásticas en las que el color se substancia en sentimientos que no exceden nunca los límites para trabajar en un terreno de contención y elocuencia lírica tan o más poderosos que la "imagen real".

Así, la aventura personal y utópica de este ingeniero soñador y pacifista va tornándose poco a poco tragedia moral y personal bajo la sombra oscura del devenir de la Historia, como si Miyazaki hubiera trasladado a su protagonista sus propios deseos (hacer aviones hermosos, objetos hermosos, películas hermosas que vuelen o hagan volar) truncados por el mal uso que la ambición del hombre hizo de ellos. En cualquier caso, de nuevo con Valéry, hay que levantarse de nuevo y seguir volando.

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