Jethro Tull | crítica

Los tesoros deben permanecer enterrados

  • En la noche del jueves, día 9, el auditorio del Cartuja Center CITE se llenó de espectadores deseosos de disfrutar del concierto de Jethro Tull, que nos visitó durante su gira de 'The Prog Years'

Jethro Tull

Jethro Tull / Juan Carlos Vázquez

Hace muchísimos años, para ser tenido en cuenta como tipo enrollado al que le gustaba el rock progresivo, que era un término que por entonces lo englobaba prácticamente todo, podías tener en casa todos los discos que quisieras, pero no eras nadie si no tenías la santísima trinidad de la música: el Made in Japan, el Trilogy y el Aqualung. Por eso anoche era cita obligada acudir al Cartuja Center CITE, ya que venía Ian Anderson al frente de los actuales Jethro Tull, prometiendo que iba a desenterrar los mejores tesoros de los años progresivos del grupo. Sin embargo, solo sacó arena en lugar de joyas. Los que mantenemos el grato recuerdo de aquellos años de Jethro Tull, a caballo entre la década de los 60 y los 70, fuimos a verle esperando encontrarnos a un Anderson serio, apasionado, ilustre y comprometido. Y en su lugar nos encontramos a un tipo pomposo, vanidoso, arrogante y autoindulgente. Un señor mayor, definitivamente demasiado viejo para el rock ‘n’ roll, por parafrasear el título de la canción de aquellos años con la que comenzó la segunda parte de su concierto, con un carácter muy agrio y una personalidad de abuelo Cebolleta que le hacía contar historias y dar innecesarias explicaciones prácticamente de cada canción, con las que lo único que conseguía era romper el ritmo del concierto.

Llamar a este espectáculo The Prog Years es dar muchas puntadas sin hilo, porque aparte de incluir canciones de un periodo que ya estaba fuera de esos años, como Clasp, Black SundayHunt by numbers, que son respectivamente de los discos A, The Broadsword and the Beast y Dot com, también interpretó tres de las que componen el disco que han grabado este año, The Zealot Gene, basado en textos bíblicos: Mine is the Mountain, Mrs Tibbets, con una letra equívoca sobre el perdón o la condena del hijo de la señora Tibbets, que era el piloto del Enola Gay, y la que da título a la obra, en la que Anderson ya se nos muestra totalmente como una de esas personas equidistantes que tanto proliferan ahora, para quien la libertad en el uso de las redes sociales es una pesadilla y es capaz de justificar a Donald Trump, diciendo de él que al principio era brillante y al fin y al cabo hay también otros cinco o seis dictadores en los extremos de la izquierda y la derecha.

Anderson parece haber perdido el foco con la edad y el conservadurismo de tal forma que si en aquellos años que recrea con estos conciertos creó dos discos históricos, como fueron Thick as a Brick y A Passion Play, concebidos como una parodia del rock progresivo; dos discos conceptuales que fueron diseñados para explotar y burlarse de ese género musical en ese momento, ahora tiene tan asimilado el papel de mesías del rock progresivo que no rescata ni un corte siquiera de esos discos. Se ha creído su propio personaje.

Dejando aparte a Anderson, todos sabíamos que la banda que ahora le acompaña no está compuesta por los músicos de aquella época; sin embargo, no se puede decir que estos sean advenedizos o músicos de ocasión contratados como mercenarios, porque el bajista y el teclista llevan ya veinte años con él y el batería diez; el más nuevo es el guitarra, Joe Parrish, contratado hace un par de años después de pasar un examen en el que el principal requisito era no ser más alto ni más guapo que los otros. Pero las suspicacias que pudiese haber se desvanecieron en cuanto evidenció su valía con un fraseo en la primera canción, For a Thousand Mothers, y un solo excelente en la coda de la misma. Se lució varias veces más, destacando sobre todo su trabajo en Black Sunday. Los demás tuvieron también sus momentos de gloria: John O’Hara con su intro de piano en Locomotive Breath, David Goodier relevando con su bajo a la flauta en Bourée y Scott Hammond, que le dio una nueva dimensión al solo de batería, porque cuando lo hizo en mitad de Dharma for One todos los demás se fueron del escenario y lo dejaron así: solo. Y todos juntos sonaron compactos y brillantes en su respaldo instrumental a Anderson, el actor principal, el original, el único que no cumplió con las expectativas.

Pero es que además, Anderson se pegaba tiros en su propio pie, porque tanto tocando la flauta como cantando se hacía acompañar en la pantalla gigante que había detrás por la imagen de otro Anderson joven haciendo lo mismo que él y daba mucha grima la comparación de las dos figuras en momentos como un Living in the Past que causaba vergüenza ajena o la parte final de Songs from the Wood con un Anderson de carne y hueso incapaz de mantener el resuello y un Anderson gigantesco en el telón, salvaje, indómito, marcando el final a golpes de platillos. Por no hablar del mal chiste que era escucharle a duras penas cantar Too Old to Rock ‘n’ Roll a la vez que veíamos hacerlo a su otro yo, 47 años más joven.

El concierto comenzó con dos canciones de las más antiguas, la ya citada For a Thousand Mothers, del disco Stand Up, de 1969, y Love Story, del This Was, su debut, del año anterior, a los que volvió de nuevo con Dharma y Bourée. Interpretó un total de diecisiete piezas en dos bloques de algo menos de cincuenta minutos cada uno, incluyendo dos bises en el segundo de ellos. Durante los años que llevamos de nuevo siglo Jethro Tull solo han editado el disco de este año, pero en 2003 lanzaron también uno con música navideña y de él extrajeron en este concierto la Pavana en fa sostenido menor que Gabriel Fauré compuso en las postrimerías del siglo XIX. Las canciones de Aqualung se quedaron para el final; la que lleva el nombre del viejo verde que miraba a las niñas en el patio de la escuela posee en su inicio uno de los riffs más crueles y amenazadores de la historia del rock, que aquí quedó totalmente diluido por una larga y tediosa introducción, siendo Anderson después incapaz de levantar esta obra maestra con su agónica voz. Tras ella, el primer bis comenzó con el piano solamente, recibiendo luego un discreto apoyo de la guitarra cuando esta entró; se sumaron el bajo y la batería para recibir a un Ian Anderson que entró tan pletórico soplando su flauta, en la que reconocimos las notas de Locomotive Breath, que pensamos que por fin íbamos a tener una pieza de altura, con la fuerza que recordábamos de los verdaderos Jethro Tull, pero en cuanto comenzó a cantar todo se desinfló de nuevo. La última burla fue la de hacer que el peor concierto que hemos visto de Jethro Tull terminase igual que el que mejor quedó plasmado en sus discos, el Bursting Out de 1978, que también se cerraba con The Dambusters March, compuesta por Eric Coates en los años 50 para una película y adoptada por los británicos como marcha bélica. Esta noche sirvió para rendir homenaje a Ucrania, de forma que mientras ellos la iban interpretando, en la pantalla iban apareciendo las banderas de los países europeos, entre los que vi también la de alguno de otro continente, como Brasil y, curiosamente, eché en falta precisamente la española, para terminar todas unidas en un collage en forma de corazón sobre la ucraniana. Después de eso el telón sirvió para mostrar las caras y nombres de los componentes de la banda a medida que salían al escenario a saludar y con la voz enlatada de Louis Armstrong entonando su maravillosa versión de What a Wonderful World, fuimos saliendo de la abarrotada sala sin ganas de pedir ningún otro bis.

Quiero terminar haciendo mención al episodio que tuvo lugar varias veces, sobre todo en el final de Living in the Past, con la actitud de Ian Anderson totalmente fuera de lugar, encarándose no ya con algún espectador que estaba grabándole con su móvil, sino incluso con fotógrafos profesionales, que se vieron obligados a abandonar el auditorio. No voy a romper una lanza por estos fotógrafos porque no sé exactamente si incumplían alguna norma, aunque no me pareció que molestasen a nadie, ni contradecir el derecho de otros espectadores a no ser molestados por los teléfonos si así ocurría, pero me apetece dejar constancia de mi disgusto por las malas formas de Anderson y por los aplausos de los espectadores para su actitud. Definitivamente, son demasiados los que también se han hecho muy viejos para el rock ‘n’ roll.

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