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L'Estro D'Orfeo | Crítica

En el principio era el violín

Leonor de Lera debutó en Sevilla en recital junto a Javier Núñez.

Leonor de Lera debutó en Sevilla en recital junto a Javier Núñez. / Actidea

Pilar básico de lo que será el estilo clásico instrumental, el violín se impone en el norte de Italia desde principios del siglo XVII en un proceso en el que se asentarán simultáneamente la nueva armonía tonal y el virtuosismo. Partiendo de las formas vocales anteriores, los violinistas de la escuela de Brescia crearán un mundo sonoro de un lirismo, una espontaneidad y un brillo deslumbrantes que con el tiempo se irá haciendo más complejo merced a una libertad en la concepción musical que permitió progresiones armónicas audaces (lo que paradójicamente alejaba el sentido de tonalidad que se estaba construyendo) y arabescos ornamentales cada vez más extravagantes. Será el llamado stylus phantasticus, que triunfará sobre todo en Austria y el norte de Alemania, y cuya puerta abren músicos como Marco Uccellini o Antonio Pandolfi Mealli, presentes en este programa.

El arte de la ornamentación, o de la disminución, como era generalmente conocido, por el uso predominante de esa forma de adornar que consistía en convertir notas largas en muchas otras breves, fue esencial en ese proceso. Era en realidad el modus operandi básico: todo el mundo esperaba que los intérpretes aportaran sus propios adornos y progresiones a las líneas generales de una composición, más esquemas sobre los que improvisar que partituras cerradas que decodificar en el sentido moderno.

Discípula aventajada de Enrico Onofri, la madrileña Leonor de Lera es hoy una de las máximas especialistas en ese terreno, como lleva años demostrando al frente de su L’Estro D’Orfeo (un par de discos incluidos), que se presentó en el Alcázar en su formación mínima, ya que el acompañamiento se redujo al clave del sevillano Javier Núñez. Su concierto fue sencillamente espectacular.

De afinación impoluta, el sonido de Leonor de Lera combina carne y lirismo, resulta a la vez delicado y ardiente, vibrante y sedoso, y se apoya en el empleo de una amplísima panoplia de recursos ornamentales. Nada más arrancar la Sonata de Fontana, el vibrato de arco (casi imposible de ver hoy ni siquiera en los grandes violinistas barrocos) dejó claro que se iba a asistir a algo muy especial.

Melodía y adorno. Esa es la base del arte de la disminución. No se puede perder el sentido de la progresión melódica de la pieza, pero a la vez no basta con eso. Y no bastó. Con una articulación prodigiosa, incluso en los pasajes más enrevesados (ya en La Stella, ensoñadora sonata de Pandolfi Mealli), la violinista madrileña hizo que las notas sonaran siempre claras y distintas. La fluidez de su mano derecha le permitió reproducir todo tipo de efectos, muchos de ellos adaptados del arte vocal (messa di voce de cortar el aliento en la sonata de Uccellini), regular el caudal sonoro con matices dinámicos amplísimos y otorgar a cada pieza su carácter propio. Qué delicia, qué ternura en la Sonata de Castello, con sus efectos de eco, sus imitaciones y esos pasajes en recitativo perfectamente contrastados con la agilidad de los ornamentados.

Como magnífica conocedora de todo ese mundo del XVII, Lera elaboró y tocó sus propias disminuciones a partir de dos piezas vocales: la de Cavalli resultó hipnótica, embriagadora; la de Sances destacó por la variedad obtenida en el color. En todos los casos, la invención quedó perfectamente resguardada, como esa capacidad para el matiz expresivo, y esto es importante, pues no se trata de exhibirse atléticamente en un juego de efectos más o menos brillantes. Se trata de combinar imaginación y sensibilidad, y ahí estuvo la clave de su triunfo.

Aunque el protagonista máximo de esta música es el violín, el acompañamiento resulta crucial, ya que proporciona el sostén armónico que permitirá el correcto fluido en libertad de la voz melódica. Y Javier Núñez, otro gran conocedor del mundo del XVII, le prestó a su compañera el flexible soporte que su arte espontáneo y lírico requería. Además, como solista, el sevillano mostró una claridad extraordinaria en el despliegue de las voces polifónicas y una elegancia en el manejo de los tempi y de sus contrastes bien aquilatada tanto en la tocata y la passacaglia anónimas como en la más intrincada obra del veneciano Picchi, también salida del universo de la danza, pero que con sus disonancias apunta igualmente a la vanguardia del arte instrumental de su época.

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