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Bienal de Flamenco

La Piñona sacia la sed de flamenco

Espectáculo de Lucía la Piñona

Un teatro lleno a rebosar de artistas y público aficionado acogió el estreno del último trabajo de La Piñona, una bailaora que ya en la Bienal pasada dejó claro con su Abril que su lugar estaba entre las grandes figuras de este arte.

Lucía Álvarez, que se define a sí misma como una persona excesiva y compulsiva, lo ha llamado Insaciable pero, curiosamente, ya desde las primeras alegrías, cuando cubrió sus mallas y su media de torero con una bonita bata de cola rosa, cuando se oyeron esas preciosas campanas de Ramón Amador, el público supo que iba a ver saciada su sed de flamenco.

La gaditana mostró su enorme poderío desde el primer instante, dejando la dulzura y la fragilidad únicamente para la historia de amor -o de deseo, o de rivalidad, o de lo que cada uno quiera ver- que comparte en escena con un espléndido e igualmente poderoso Jonatan Miró.

Su baile, siempre elegante y esteticista, se ha vuelto asertivo, con todas sus ansias concentradas en sus manos abiertas y con sus brazos larguísimos queriendo abarcar el universo. Porque la sabiduría adquirida con los años le ha permitido parar el tiempo, dejarlo en suspenso con un brazo extendido hacia el cielo, con unas estampas que llevan en su interior la memoria de bailaoras de otro tiempo, como Manuela Vargas…

Un poder el de La Piñona que fue creciendo durante la pieza y se hizo absoluto en la que el programa llama ‘farruca de la líbido’, tal vez porque le viene del segundo chacra, el del sexo y la creatividad, y en la soleá, -la primera que interpreta en un escenario- en la que también quedó patente la fuerza y la velocidad de sus pies.

Sin dejar de ser una bailaora de su época, capaz de desmelenarse por rumbas y de cantarnos un rap, Lucía Álvarez nos devolvió ese regusto por los movimientos lentos, por esa cabeza orgullosa y esa mirada retadora que también tiene el flamenco.

Y junto a los méritos de su baile sugestivo, el acierto de rodearse de un equipo coherente y de primerísimo nivel. La guitarra de Amador sonó a gloria. Los tres cantaores, con sus voces tan diferentes, nos dejaron momentos deliciosos con sus letras populares, con una polifonía dulce como una caricia, con un martinete en el que se pudo apreciar el alcance de un Pechuguita realmente pletórico, con una maravillosa ronda de fandangos -y el estupendo baile de Miró en homenaje al folklore de la tierra- y unos cambios de registro que los llevaron sin violencia de la milonga al bolero y al fandango y de este a la soleá inacabada del final.

Un acierto, como siempre, la iluminación de Olga García, con esa capacidad suya para iluminar la penumbra, para abrir líneas de luz por la que caminar sin perderse, para alargar las figuras con sus sombras o jugar con las alturas como sucede cuando suben a hombros a la bailaora en un precioso paso a dos taurino que lleva el sello coreográfico de Valeriano Paños.

Aunque el acierto mayor es, sin duda, el de haber confiado en ese tándem increíble que forman Estévez y Paños. Un par de artistas que, además de talento, además de un conocimiento increíble de las músicas y de las danzas flamencas, saben crea las condiciones para que cada artista, cada bailaor -lo hicieron con Alfonso Losa- o bailaora como ‘La Piñona’, se exprese como es y desarrolle toda su potencialidad.

Insaciable, con un escenario vacío y sin grandes ambiciones formales, es mucho más grande que la suma de los sencillos elementos que lo componen. Tanto es así que, tras una ovación realmente sincera y clamorosa, una persona del público salía diciendo: “este espectáculo me ha hecho recordar por qué me enamoré del flamenco”.

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