Festival de Itálica

La valentía torera de un bailaor

Manuel Liñán integra finalmente el capote en su identidad flamenca.

Manuel Liñán integra finalmente el capote en su identidad flamenca. / Lolo Vasco

Por mucha fantasía que veamos en los museos y en los escenarios, los artistas, de un modo u otro, siempre hablan de sí mismos. Lo difícil es universalizar esas pequeñas biografías para convertirlas en arte y no en un mero ejercicio de egolatría como a menudo sucede.

Y eso es lo que ha hecho Manuel Liñan con Pie de hierro, que es el segundo apellido de un padre torero que vio truncada su carrera por un accidente de tráfico y tenía el sueño de ver torear algún día a su único hijo varón, Manuel.

Dicen los terapeutas que todos venimos a repetir o a sanar los programas de nuestros padres o nuestros antepasados y hace años que el bailaor granadino se había propuesto sanar esa lucha entre lo propio y lo heredado cortando toda lealtad inconsciente o impuesta.

Trasladada al arte, esa rebelión frente al padre se convierte en una rebelión frente a los maestros y frente a una tradición que se presenta como indiscutible. Casi una obligación si se quiere mantener un arte vivo, y el flamenco lo está.

Para lograrlo, Liñán ha tenido que pasar la barrera de los cuarenta, conseguir un Premio Nacional de Danza, dirigir grandes espectáculos, enloquecer al público con un espectáculo de hombres vestidos de mujer -Viva- o quedarse en la pura esencia, como hizo con aquel inolvidable Baile de autor, junto a David Carpio y Manuel Valencia.

Pie de hierro es, por tanto, un espectáculo de madurez. Un trabajo complejo y duro en ocasiones, con una dramaturgia mejorable, como casi todos en el flamenco, pero lleno de valentía y de buen flamenco.

Y si bien es cierto que el bailaor se cuestiona y cuestiona las formas del flamenco tradicional, no lo es menos que su lealtad a sus ritmos, al compás es incuestionable. Por ello se rodea siempre de unos músicos de primera categoría y construye con ellos un mundo sonoro que va desde la primera escena, en la que un simbólico burladero -único elemento escenográfico- convierte en música de percusión las embestidas inútiles del toro, hasta esa farruca final, maravillosamente interpretada por el violín de Víctor Guadiana, en la que el artista logra convertir el capote en una airosa falda de escena y su prisión, hecha con cuerdas, con la técnica japonesa del shibari, en un auténtico jardín.

En medio, una serie de números enlazados con sencillez, gracias entre otras cosas a la labor impagable de Ana Romero y Tacha González, mucho más que palmeras. Magnífico el dúo de guitarras con aires de granaína de Juan Campallo y Guadiana (autores ambos de la música) y magníficos todos en los ritmos gaditanos y en la guajira.

El jerezano David Carpio, trasunto en escena del padre, está inmenso en sus cantes, casi todos con letras originales, y a la hora de aguantar la mirada, ya retadora ya amorosa, del bailaor.

Y qué decir de Liñán, de su técnica apabullante, de la velocidad de sus pies, de la riqueza de su lenguaje coreográfico, de su generosidad a la hora de entregarse hasta la extenuación en cada baile y de su capacidad para cambiar de ropa y de registro, como demostró en esos guiños humorísticos al teatro de variedades en la escena de los sombreros o en la de la chaqueta de brillo.

Hace calor, es cierto, pero Pie de hierro, de nuevo esta noche en el Teatro Romano, es una magnífica opción para los que no hayan huido a las playas.

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