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Pharsalia | Crítica de danza

Cuerpos en guerra, banderas de nadie

Una terrible y hermosa imagen de la coreografía de Antonio Ruz sobre la obra de Lucano.

Una terrible y hermosa imagen de la coreografía de Antonio Ruz sobre la obra de Lucano. / Alperi

Pharsalia (o Bellum Civile) es un poema épico-histórico en el que se habla de la guerra civil que enfrentó en Roma a César contra el republicano Pompeyo. Es la única e inacabada obra que se conserva de su autor, Lucano, nacido en el siglo I en Córdoba, al igual que Antonio Ruz, quien, tras una brillante carrera como bailarín de danza española, ha ampliado su lenguaje hasta el eclecticismo convirtiéndose en uno de los coreógrafos más solicitados de nuestro país, con una compañía propia que dirige desde hace doce años.

Pacifista y conciliador, Ruz, sin embargo, se sintió fascinado por la obra de su conciudadano: nada menos que 8.000 versos escritos en hexámetros y divididos en diez libros. Y no precisamente por la guerra de Roma, ni por ninguna de las guerras que nos han acompañado desde el principio de los tiempos, sino por el concepto mismo de guerra, por su presencia constante al lado de la especie humana, ya sea externa (civil, territorial, santa, biológica, nuclear…) o interna, la que cada uno libra consigo mismo antes o después.

La Pharsalia de Ruz es, pues, un relato de guerra contado mediante una partitura coreográfica poderosa y dura, como lo son todas las guerras, pero increíblemente hermosa.

Todo sucede en una gran burbuja atemporal en la que no hay misiles ni drones, sino cuerpos; once cuerpos diferentes y maravillosamente humanos, capaces de arengar, de pelear, de entrenar un batallón para la contienda, pero también de buscar la complicidad del otro, el amparo del grupo ante el absurdo de la destrucción y el horror de la muerte.

Como antesala, fuera de la burbuja, un fantástico paso a dos entre el sueco Elias Bäckebjörk y Lucía Montes (luego supimos que eran César y Cleopatra) nos sitúa de algún modo en la imaginería más barroca de la antigüedad clásica: él, fuerte y poderoso, ella, trepando y deslizándose como una serpiente, en todas direcciones, por todos los resquicios del cuerpo del hombre.

Luego, en el espacio ‘confinado’, los once magníficos bailarines llevan a cabo una danza enérgica, a veces rápida y a veces lenta, incluso congelada, envuelta en una extraña atmósfera de luces y colores desvaídos -obra de la siempre sabia Olga García-, un vestuario y una música, en la que se intercalan textos en latín de la obra, recitados por los propios bailarines, impresionantemente coherentes con su desarrollo.

Aun en la distancia, un verdadero aluvión de imágenes dispara nuestro imaginario: frisos clásicos, Delacroix, Goya, el Guernica de Picasso con su amasijo de cuerpos y bocas abiertas, los horrores de Otto Dix… y todo el cine bélico que llevamos grabado en la retina.

Al final, estos cuerpos en guerra logran escapar de la burbuja para renacer, vestidos de calle y unidos bajo una nueva bandera: la bandera de todos y de nadie, porque no se trata de tomar partido; ni siquiera de hablar de justicia. Se trata de saber que la verdadera paz está por encima de las ideologías, de las religiones, de los territorios; por encima, en fin, de todas nuestras creencias.

Por eso nos emocionamos con la escena final. Un auténtico canto a esa esperanza que surge en el alma una y otra vez, más fuerte que cualquier conflicto. No es extraño que esta arriesgada pieza de Antonio Ruz haya sido considerada la Mejor Coreografía en los premios Talía de las Artes Escénicas de España.

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