Rocío Molina | Crítica

Tan clásica, tan contemporánea

Rocío Molina y Yerai Cortés en un momento del espectáculo.

Rocío Molina y Yerai Cortés en un momento del espectáculo. / Manuel Aranda

La antítesis de Inicio la baila Rocío Molina en el agua. Sobre las olas o en las entrañas de un océano proceloso, negro. Predomina por tanto la melancolía aunque frecuentemente llevando los atavíos de la rabia. También el miedo. La soledad, la incomunicación. Con la oscuridad como elemento dominante, tanto en el vestuario como en la ilumación. Con el ceño fruncido y el pelo estirado. Muy exigente, también para el espectador. Es un entierro, un naufragio. Muy elegante, a veces, como en la farruca. La farruca es una contradicción, es el tango de un perfeccionista. Es la rabia estilizada, planchada y peinada con fijador. Es la rabia domesticada, políticamente correcta. O la seguiriya, trepidante. En eco. Un rumor ensordecedor.

O la soleá, clásica en apariencia, con bata de cola y medias-calcetín. Un guiño, quizá, a los orígenes, a los cafés cantantes. Se trata de una soleá infinita porque en cada compás se afina, se hace más íntima, necesaria, imperecedera. Todavía dura, y durará. Y todo esto excepto en la coda, en la que la bailaora, cuyo vestuario pasa del blanco y negro a una explosión de color, se carcajea del asunto.Técnicamente impecable, tanto en el baile como en la interpretación de la guitarra, tan clásica, tan contemporánea.

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