Siempre la claridad

1. El fundador del Taller de los Poetas Nikolái Gumiliov (1886-1921) y Anna Ajmátova (1889-1966), cuya 'Prosa' acaba de publicar la editorial Nevsky Prospects, con el hijo de ambos, Lev. 2. Ósip Mandelstam (1891-1938), íntimo amigo de Ajmátova y compañero en la aventura acmeísta. 3. Aleksandr Blok (1880-1921), adscrito a la órbita del simbolismo.
Ignacio F. Garmendia

24 de marzo 2013 - 05:00

Comenzaba el siglo y el simbolismo seguía dominando la poesía rusa, representada por una legión de continuadores de Briusov entre los que descollaban Ivánov, Beli o Aleksandr Blok. A finales de la primera década, sin embargo, el programa estético de los simbolistas empezó a mostrar síntomas de agotamiento. Frente a la deriva epigonal de muchos de los poetas acogidos a su órbita, se alzaron poco después dos nuevas corrientes literarias: el futurismo de Maiakovski, autor del célebre manifiesto Una bofetada al gusto del público (Mono Azul), y el acmeísmo, cuyo nombre derivaba de la palabra griega acmé ("punta, cumbre, grado máximo"). Como explica Diana Myers en el prólogo a su antología de la Poesía acmeísta rusa (Visor), ya en 1909 había publicado Mijail Kuzmín un artículo, aparecido en la revista Apollón, que desde el propio título (Sobre la hermosa claridad) presagiaba el rumbo que seguirían los acmeístas y su apuesta por una poesía de contornos precisos, pero el grupo como tal no tomaría forma -y nombre- hasta comienzos de la segunda década.

La casa de Nikolái Gumiliov en Tsárkoie Seló, junto a San Petersburgo, fue el principal lugar de encuentro de los acmeístas, que frecuentaban el Taller o Gremio de los Poetas fundado por el anfitrión en 1911. El mismo Gumiliov, su ya entonces esposa Anna Ajmátova y Ósip Mandelstam destacaron como los exponentes más señalados de una manera de hacer poesía que no impugnaba del todo lo anterior pero alumbraba -nunca mejor dicho, por oposición a los modos elusivos y las formas vagas del imaginario simbolista- una sensibilidad muy distinta, en razón de la cual el poeta renunciaba a buscar la esencia oculta de las cosas para ir a las cosas mismas. Un realismo de aires clásicos -Mandelstam habló de "helenismo casero"- que barría los restos de la inflación tardorromántica, pero no se asemejaba en nada al que practicarían los versificadores a sueldo de la ortodoxia. En un principio, los acmeístas no vieron la Revolución de Octubre con malos ojos, pero pronto comprendieron que el nuevo régimen exigía una adhesión sin matices de la que ellos, espíritus libres y vinculados a la tradición europea del humanismo, eran incapaces. Pagarían un precio muy alto por su disidencia.

Gumiliov, ya separado de Ajmátova y firme opositor del bolchevismo, fue fusilado en 1921. A su antigua mujer -cuyo tercer marido, el historiador del arte Nikolái Punin, moriría en un campo de concentración- le prohibieron publicar versos durante décadas. El hijo común de ambos, Lev Gumiliov, fue deportado a Siberia. Mandelstam fue asimismo deportado y murió en 1938, tras dos arrestos y años de supervivencia en condiciones lamentables. En Contra toda esperanza (Acantilado), las impresionantes memorias que escribió su viuda al volver a Moscú después de un exilio interior de más de veinte años, Nadiezhda Mandelstam contó la persecución implacable desatada por Stalin y su ejército de espías, confidentes y chequistas, que se cebó con toda una generación de escritores e intelectuales convertidos por las autoridades soviéticas en inverosímiles "enemigos del pueblo". Asquea pensar que mientras ello ocurría e incluso mucho tiempo después, centenares de ilustres vasallos -de los países occidentales y por supuesto de la propia URSS- justificaron todo ese sufrimiento apelando a los sacrificios necesarios para el triunfo de la causa.

Para Mandelstam y Ajmátova, íntimos amigos desde la primera juventud, el acmeísmo -que tuvo por lo dicho una existencia efímera, reducidos sus promotores a la infamante categoría de poetas reaccionarios, cosmopolitas, burgueses o aristocratizantes- fue sólo el punto de partida de dos itinerarios absolutamente personales que darían, pese a las dificultades extremas en que se desenvolvieron sus vidas, algunos de los mejores poemas rusos del siglo XX. Pero ambos cultivaron, además, la prosa. Del primero podemos leer en castellano el Coloquio sobre Dante, el Viaje a Armenia (ambos en Acantilado) o el relato El sello egipcio (Maldoror). De la segunda acaba de aparecer una espléndida recopilación titulada Prosa (Nevsky Prospects), que contiene todos los escritos no poéticos de Ajmátova salvo sus cartas y diarios. Prologada por la poeta Luna Miguel, la edición -traducida por Joaquín Torquemada, Vladímir Aly, María García Barris y Marta Sánchez-Nieves- incluye notas sobre amigos o contemporáneos, breves e interesantísimos apuntes autobiográficos y ensayos críticos dedicados a otros autores rusos o europeos -en particular el admirado Pushkin, sobre el que Ajmátova escribió páginas esclarecedoras- o a su propia obra poética.

Las aproximaciones de Ajmátova a los versos de Ajmátova -como las de Nadiezhda a la poesía de Mandelstam, en las citadas memorias- tienen un valor inapreciable a la hora de enfrentarse a poetas no fáciles que pese a haber defendido la claridad como aspiración máxima -"Siempre la claridad viene del cielo", escribió Claudio Rodríguez, por eso hay que elevarse para poder apreciarla- resultan a menudo oscuros, no a la manera brumosa de los simbolistas sino de un modo característico que tiene que ver con la densidad de los conceptos y los contextos no expresos. Afirma el editor de Nevsky, James Womack, que Ajmátova se convirtió en una erudita "sin pretenderlo", dado que estos escritos en prosa nacieron como consecuencia de "la prohibición" de publicar poesía. En cualquier caso, el retrato que resulta de sus experiencias e intereses aporta una luz que trasciende la persona e incluso la obra para proyectarse en toda una época de la historia de su país y de su lengua, que gracias a unos pocos como ella pudo salvar la dignidad en la noche interminable de la tiranía.

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