Tres Esquinas | Crítica

Porteñas soledades del Alcázar

Lechner, Bègue y Constantini, Tres Esquinas en el Alcázar.

Lechner, Bègue y Constantini, Tres Esquinas en el Alcázar. / Actidea

Ástor Piazzolla conoció a Amelita Baltar en 1968, y eso transformó su música casi inmediatamente. Para ella compone enseguida la ópera María de Buenos Aires y para ella, habitualmente sobre versos de Horacio Ferrer, libretista también de la ópera, escribe la mayor parte de las canciones que, como la Balada para un loco, le dieron rápida fama en Argentina. Pese a ello, el fracaso (sobre todo financiero) de la ópera y el final de su relación sentimental con la cantante llevaron al músico a Europa durante algunos años cruciales de la década del 70, que vieron proyectos nuevos.

La afición a Piazzolla ha crecido en los últimos años gracias a su música instrumental. Esta recreación que propuso el ciclo del Alcázar nos trajo al otro Piazzolla, al cantado, gracias a la reunión de tres músicos sudamericanos instalados en España desde hace mucho. De cantarlo se encargó la bonaerense Florencia Bègue, que conserva la cadencia hermosa de la prosodia porteña y cantó con alma y sentido la Milonga de la anunciación, vistió con ligero tono pop a Tanti anni prima, puso desnuda emoción en Chiquilín de Bachín y toda la nostalgia que requieren Vuelvo al Sur o Los pájaros perdidos, aunque fue en las dos Baladas (para un loco y para mi muerte) en las que alcanzó a penetrar con más hondura la expresión entre melancólica, existencialista y acariciadora de esta música, más perturbadora de lo que pudiera parecer y que conviene escuchar (y no bailar) en la "porteña soledad" de los locos "que inventaron el amor", a resguardo de la vida, protegido cada cual en su "ternura de locos".

En el acompañamiento, el pianista, también de Buenos Aires, Federico Lechner es bien conocido del Alcázar por su ejercicio jazzístico en cualquier tipo de desempeño, mientras el peruano Claudio Constantini ha visitado un par de veces Sevilla este año, mostrando una maestría extraordinaria como pianista y como bandoneonista. Fue en calidad de esto último que se exhibió con una elegancia y una flexibilidad admirables, dejando acá y allá las notas más altas de distinción y refinamiento. Si en La muerte del ángel que abrió el recital la amplificación aún pareciera un punto extraña y desequilibrada y eso pudo diluir la imagen de su impecable virtuosismo, en Adiós, Nonino, que preparó con un largo e imaginativo preludio, deslumbró con un control del tempo y un relieve dinámico por completo fascinante.

Al final el trío interpretó otro de los grandes éxitos de Piazzolla, Oblivion, popularizado por el cine y al que para un festival parisino de 1984 Horacio Ferrer dotó de una letra en francés, y así lo cantó Flor Bègue, acaso sin la pronunciación más perfecta imaginable, pero sí con la triste langueur que piden texto y melodía: "Pesados, de repente parecen pesados tus brazos alrededor de mí en la noche./ Un barco se va, va a alguna parte./ La gente se separa./ Me olvido, me olvido...".

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