Resonancias, Revista de Investigación Musical | Reseña
Mudanzas de la zarabanda
Miguel Ángel Villena. Biógrafo del cineasta
El periodista Miguel Ángel Villena no conoció personalmente a Luis García Berlanga,Luis García Berlanga pero creció oyendo una y otra vez el nombre del cineasta. Los dos compartían orígenes –de Utiel, un pueblo del interior valenciano lindante con Cuenca, eran los abuelos de ambos–; cada vez que la televisión programaba una de sus películas, en la casa de Villena se recordaba con devoción la pastelería que la familia Berlanga –o más concretamente los Martí, la rama materna– poseía en el centro de Valencia. El autor parecía predestinado a escribir sobre el director de Plácido o El verdugo, y lo hace en Berlanga. Vida y cine de un creador irreverente (Tusquets), una biografía tan exhaustiva como amena con la que ganó el Premio Comillas.
–Define el cine de Berlanga como un conjunto de escenas corales donde "nadie escucha a nadie". Eso es España...
–Sí, yo creo que somos gente muy habladora, muy pasional, pero efectivamente nos escuchamos poco los unos a los otros. Y Berlanga, entre otras cualidades, refleja como nadie, en tono de comedia, esa incomunicación que tenemos los españoles. Debemos aprender más a escuchar, a escucharnos.
–Asegura que el universo del cineasta no podría entenderse sin Valencia, el "toque fallero" que remite "a la horterada y a la procacidad", pero también al carpe diem.
–Creo que el lugar donde creces y te formas marca mucho, y el cine de Berlanga es muy mediterráneo. Es descarado, vitalista, lleno de humor. De humor negro, a veces. Recupera el sainete, que es una tradición muy española. Lo que hace Berlanga es apostar por la comedia para retratar los vicios sociales y plasmar una crítica a los poderosos.
–Explica que, con respecto a la política, el joven Berlanga tenía un "galimatías mental".
–Sí. Tuvo una adolescencia y una juventud bastante gamberras, pero ese muchacho frívolo, de familia burguesa, se rompe con las dos guerras. En la Civil va al frente de Teruel por el bando republicano, y en la Segunda Guerra Mundial se presenta voluntario a la División Azul, para que le conmuten la pena de muerte a su padre, también por impresionar a una chica. En medio de todo eso, Berlanga no termina de aclararse. Por un lado le gusta Indalecio Prieto, que era socialista, y Primo de Rivera, o tiene amigos anarquistas y falangistas.
–En La vaquilla, su retrato de la Guerra Civil, buscó la reconciliación pero evitó la solemnidad: más que un abrazo entre los dos bandos, veía "dos esputos que se unen en un mismo erial".
–A él la experiencia de la guerra le marcó, lo convirtió en una persona contraria a la violencia, incapaz de matar una mosca. La vaquilla tiene mucho valor porque es el primer acercamiento a la Guerra Civil desde la comedia. A Berlanga no le interesan los grandes episodios bélicos, sino las vivencias de los desgraciados, de la gente común, lo que le ocurre a un destacamento republicano que va a robar una vaquilla a un pueblo ocupado por los franquistas. A partir de ahí él sabe trasladar al espectador el sinsentido de la Guerra Civil, y de cualquier guerra.
–Usted cuenta que Berlanga vivió como una "tortura" el rodaje de Bienvenido Mister Marshall, que ni el equipo ni Pepe Isbert lo tomaban muy en serio...
–Hay que tener en cuenta las circunstancias: él tiene poco más de treinta años, se encuentra con unos actores y un equipo técnico muy veteranos, gente ya con el colmillo retorcido. Había rodado antes con Bardem Esa pareja feliz, pero lo ven como un niñato que ha salido de la Escuela de Cine y que aún no sabe bien dónde colocar la cámara. Pero el éxito que tuvo, en el extranjero y en España, aquella obra hizo que actores como Pepe Isbert rebobinaran y dijeran que Bienvenido Mister Marshall había sido una película fundamental en sus vidas...
–Aunque sus filmes triunfaron en Cannes o Venecia, y Plácido fue candidata al Oscar, quizás la obra de Berlanga no tuvo en el exterior la repercusión que merecía...
–Ahora hay una exposición en el Museo Valenciano de la Ilustración que deja constancia, con muchos carteles de sus películas de países europeos y latinoamericanos, que Berlanga sí fue admirado en el extranjero, pero es verdad que quizás el talento superlativo que tenía habría merecido más. Pedro Almodóvar, y también algunos historiadores, han sugerido que el ritmo endiablado de sus escenas y la cantidad de actores que participan en ellas hacen muy difícil doblarlas, subtitularlas. Si sus personajes no se pisaran la palabra los unos a los otros, igual su suerte habría sido distinta.
–En el libro se recuerda que Truffaut detestó Calabuch.
–¡Sí! En su reseña dijo que al director de esa película le tenía que haber caído una bomba atómica encima [ríe]. Por lo que cuenta en sus memorias, Berlanga lo llevó fatal, pero, bueno, Truffaut era libre para que no le gustara Calabuch...
–En la biografía se repite la palabra misoginia. Josefina Molina dedicó el discurso de ingreso en la Academia de Bellas Artes a la mujer en el cine de Berlanga.
–Su misoginia era ciertamente compleja. Por un lado admiraba a las mujeres, le atraían y las consideraba superiores a los hombres, pero al mismo tiempo le inspiraban miedo. Así que se movía entre esas dos balanzas, la devoción y el temor. Berlanga estaba marcado por su madre, una mujer autoritaria y posesiva, y su esposa, María Jesús, que aún vive, poseía también un carácter fuerte. Con ella se comportaba, en cierto modo, como un niño grande.
–Hoy es un director incontestable, pero hubo una época, el período en el que triunfaban por un lado los autores del Nuevo Cine Español y por otro las comedias más populares, en que Berlanga no encontró su sitio.
–Es con La escopeta nacional cuando Berlanga se convierte no sólo en un director muy elogiado por la crítica y premiado en festivales, también en un creador muy comercial. Miles de personas vieron la trilogía de Nacional o La vaquilla. La democracia le sentó muy bien en este sentido. No le fue fácil llegar hasta ahí. Él tiene cincuenta y tantos años cuando muere Franco, no es un viejo pero sí un hombre maduro, con varias películas a las espaldas, y digamos que el final del franquismo y el principio de la democracia lo descolocan un poco. Tiene que reubicarse. Viene de un parón: transcurren unos cinco años entre Tamaño natural y La escopeta nacional, pero con la trilogía que arranca ahí encuentra el favor del público.
–Tras revisar su filmografía, ¿qué película suya reivindicaría que no esté entre las evidentes?
–Me gusta especialmente Todos a la cárcel. Tiene mucho mérito que con 72 años hiciera una película así, en la que se aprecia la esencia de su cine y que al mismo tiempo respira la frescura de sus mejores trabajos. Aunque ya se habían descubierto algunos casos de corrupción, predijo como un visionario todo lo que iba a venir después.
–¿De qué cree que se reiría ahora Berlanga si viviera?
–Su talento brillaba en la crítica a los poderosos: políticos, banqueros, obispos. ¿Qué película rodaría hoy? Una en la que, como ha ocurrido, algún cargo eclesiástico, algún mando militar o algún alcalde se salta la cola para vacunarse. Berlanga fue un gran fustigador de los poderosos, fuera cual fuera el poder. Mantuvo esa actitud desde Esa pareja feliz, en 1951, hasta París-Tombuctú, en 1999.
–Berlanga vivió también momentos dolorosos. La muerte de su hijo Carlos fue uno de ellos.
–Sí, fue un golpe muy duro, un capítulo que trató como un tabú, apenas habló de ello en las entrevistas. Berlanga y su mujer representan a esa generación de padres que sufrieron la adicción a las drogas de sus hijos. Por lo que cuentan, él sólo expresaba ira cuando veía a alguien drogarse. La muerte de Carlos fue el mayor dolor en su vida, y en la de su mujer.
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