Alice, cariño | Crítica

Hermana, cómo no vamos a creerte

Una imagen del filme dirigido por Mary Nighy.

Una imagen del filme dirigido por Mary Nighy.

El #metoo sigue penetrando en las ficciones de la época bajo distintos ángulos. Desde Canadá, Alice, cariño lo hace poniendo el foco en una nueva mujer víctima (inconsciente) de una relación tóxica, posesiva y anuladora, una treintañera que se debate entre los síntomas del Síndrome de Estocolmo y la vía de escape (culpable) que le ofrecen dos viejas amigas de la infancia para pasar con ellas unos días de descanso en el campo.

En su cariz denunciatorio, Alice, cariño no deja el más mínimo resquicio para la ambigüedad ni los matices en su retrato del macho autoindulgente y manipulador y nos recuerda su rostro en primer plano en los numerosos flashes que soliviantan a nuestra protagonista, a la que Anna Kendrick incorpora todos esos gestos y tics de la fragilidad y la neurosis que acentúan sus carencias, sus complejos y su posición desigual en la pareja. También la música, que desde el primer momento nos sitúa en el inequívoco plano de la amenaza.

Por si todo ello no fuera suficiente en la previsible escalada de tensión, el guion de Alanna Francis añade una subtrama postiza con adolescente desaparecida que redobla la lectura sistémica del problema. Convertidas en ayudantes necesarias, las amigas revelan la verdad oculta, protegen a la hermana atrapada y se empoderan ante el maltratador. La lección, clarita y didáctica como en un power point institucional sobre violencia de género, deja al espectador adulto en la cuneta a las primeras de cambio.