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The innocents | Crítica

El barrio de los malditos

Guionista habitual de Joachim Trier (La peor persona del mundo), Eskil Vogt acomete en su segundo largo como director (Blind) una suerte de traslación del espíritu de títulos como Otra vuelta de tuerca, Quién puede matar a un niño y, muy especialmente, El pueblo de los malditos en sus dos versiones, al universo suburbial, familiar y acomodado de la Noruega del bienestar, la luz de verano y la convivencia multicultural. 

Estamos ante una mirada de autor al cine de género sobre una infancia maldita y no supervisada materializada en un cuarteto de niños singulares marcados por la discapacidad, la crueldad, la enfermedad o la condición inmigrante, rasgos ampliamente subrayados en una escalada de tensión, fenómenos paranormales, amenazas y muerte que habría de leerse tal vez como gesto de aprendizaje moral, defensa o venganza poética contra la marginación de la normalidad.

Tal vez, porque las intenciones de fondo de Vogt tampoco parecen demasiado claras a la hora de delimitar el subtexto de un filme que apuesta por las formas frías y los gestos distanciados de puesta en escena para su particular observación de la maldad infantil, la violencia y su contagio telepático con un bloque de edificios y sus alrededores como escenario único para una escalada de terror doméstico e imágenes explícitas cuyas reglas y consecuencias sólo parecen conocer e interesar a sus menudos protagonistas.