Jardiel, el humor como Zotal
El hada curiosidad | Crítica
Renacimiento publica una selección de entrevistas al autor, que –como prueba este volumen– se tomaba sus respuestas como si de un género literario en sí mismo se tratasen
La ficha
'El hada curiosidad. Entrevistas indiscretas'. Enrique Jardiel Poncela. Renacimiento. Sevilla, 2020. 128 páginas. 15 euros
He aquí, dicho finamente, un florilegio personal de lo que fue Enrique Jardiel Poncela (Madrid, 1901-1952). Todo un autorretrato del humor y la chispa a base de jardieladas. La editorial Renacimiento ha tenido a bien espigar entre las diversas interviús que le hicieron al autor de Amor se escribe sin H. Puede decirse que la respuesta a sus entrevistas crearon otro género literario para él, al igual que lo fueron el articulismo, la novela, la poesía o el teatro, donde hizo fama sobre todo pese al pataleo de los críticos teatrales.
Para Jardiel el humor venía a ser un desinfectante: era el Zotal de la existencia vulgar y era también el alcaloide de la poesía. Como teórico de la risa, que es cosa bien seria, distinguió entre humor y comicidad. En el ruedo ibérico había que distinguir una cosa de la otra. A diferencia de lo que creía el público, Jardiel practicó el teatro cómico y no una literatura teatral del humorismo. "El humor –decía– nunca se dio en España, porque nuestro carácter ese esencialmente agrio, sombrío, triste". De ahí que el humorismo español tire siempre a la comicidad.
Otra curiosidad es que el autor de Los ladrones somos gente honrada prefería escribir novelas a escribir piezas para el teatro. Y todo porque el tiempo de los actos le cortaba la espontaneidad y trastocaba la fluidez de las ideas. Por eso de El hada curiosidad el lector extraerá un aguafuerte del personaje ya conocido, pero a la vez distinto, profundo y refutador de algún que otro tópico respecto a su estilo.
En su tiempo, el que media entre las dos grandes matanzas mundiales, la guerra civil española y la cruda posguerra, practicar el humor y llevarlo a las tablas podría tildarse de oficio de frívolos vuelos. Pero así fue Jardiel, un creyente de la risa, de su poder como lenitivo de la tristeza y de la imbecilidad. "Sólo donde hay risa palpita la vida. Todo lo demás no existe, y cuando la risa acaba, empiezan las tinieblas".
A Juan de Hernani (Diario Vasco, 1946) le confiesa que ser empresario teatral es más difícil que llevar la gerencia de los Altos Hornos de Vizcaya. Todo hombre de bien debe ser un trabajador fatigable, como le gustaba decir al añorado Manuel Alcántara. Pero a su pesar, Jardiel trabajó mucho y se le veía en el teatro a altas horas de la noche tras la función o después de un ensayo. Ganó dinero y, en armonía, se lo gastó. Le recordaba a Josefina Carabias (ABC, 1949) sus comienzos en la prensa, donde no le pagaban. Después sí que ganó sus buenos duros con sus obras teatrales. Pero a la Carabias le dijo que el dinero era, en general y en masculino, "muy bromisto". Aparte, siempre acudía donde no le llaman.
Como se decía, Jardiel tuvo que soportar la crítica acre de los supuestos entendidos. A Pepe León (El Norte de Castilla, 1944) le dijo que sabía que los críticos consideraban que lo suyo eran "chuscadas". Tal vez porque consideraba que la trilogía entre planteamiento, nudo y desenlace era pura filfa. A su entender, el desenlace debía quedar reducido a una escena. Muchos años antes, en 1927, Jardiel se practicó una autointerviú para Lecturas para analfabetos. El veinteañero Enrique Jardiel Poncela ya se había puesto la clavellina de autor en el ojal. Se decía a sí mismo que el divorcio es tan indispensable como los botones de los abrigos. Decía que de no haber sido escritor le gustaría haber sido falsificador de billetes de banco o imbécil de nacimiento. Y decía, para escándalo de hoy, que "las mujeres son cerebros en embrión perturbados por el histerismo. Pero son insustituibles, a diferencia de los hombres, que se pueden sustituir con orangutanes amaestrados".
De hecho, en aquel mundo inconcebible, para él la Humanidad no se distinguía más que en la manera de servir el café y en la ropa interior que usaban las mujeres. Y, como deplorable machista a ojos de hoy, a Blanca Silverita-Armesto (Crónica, 1932) le dirá que las mujeres eran personas a medio hacer por parte del Supremo Hacedor. Por eso se maquillan, se ondulan el pelo y gastan tacón alto para completar la Naturaleza. Como se ve, un provocador que hoy sería un exquisito plato vegano para el llamado feminismo de pintada a lo feminazi: "Macho muerto, abono para mi huerto". Bien mirado, hasta nos parece un título absolutamente jardielesco. Y eso que el propio autor se burló del ridículo donjuanismo español en su libro Pero... ¿hubo alguna vez once mil vírgenes? (se lo comenta a César González-Ruano en la entrevista gramofónica que éste le hizo para Ondas en 1931).
Sea como sea, creemos que a Jardiel no le hubiera importado que la nueva Inquisición lo llamara hoy perro por su incorrección política. Consideraba virtuoso al perro por encima del hombre. "Opino que insultar a un hombre llamándolo perro es insultar al perro". ¿No están de acuerdo?
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