Cultura

En la estela de los antiguos viajeros

  • Javier Andrada retrata en el Cicus, con fotografías y dibujos, la naturaleza y los modos de vida de Floreana, la más pequeña de las islas habitadas del archipiélago de Galápagos

Al principio sorprenden las fotografías de paisajes. Como la del crucero El pirata. El buque, breve silueta gris, parece perdido en el mar porque el bajo horizonte presta protagonismo a un cielo de tormenta, dominado por grandes nimbos. Igualmente atractivas son las diversas vistas del Cerro Paja, del que además se ofrece una imagen de su cráter, cubierto por una trenzada vegetación. El estrecho camino de las Cuevas del Asilo de la Paz se aleja estrechándose hasta hacer pensar que apenas se podrá caminar entre las rocas. Paisajes en suma que más que entregarse a la mirada la desconciertan.

Pero los paisajes son sólo un elemento de una muestra que no busca recoger los enclaves de la isla Floreana -la más pequeña de las pobladas en el archipiélago de Galápagos-, sino dar cuenta de qué es estar y vivir en ese territorio. Porque al fin y a la postre, las fotos de Javier Andrada (nacido en Sabadell, 1949, y habitante de Sevilla desde 1950) estudian un modo de vivir y de estar en el mundo, el que tienen los habitantes de esa isla. Por eso comparte el proyecto con dos antropólogos, Pedro A. Cantero y Esteban Ruiz Ballesteros. Juntos editaron sendos libros, Habitar Galápagos. Encrucijada de naturaleza y cultura (2010) y Floreana, Islamundo en Galápagos (2015) y ahora ofrecen esta exposición que tiene algo de los antiguos gabinetes.

La muestra tiene un carácter antropológico: cada espectador construirá su visita

Junto a los paisajes están las fotos y dibujos de especies naturales de la isla. Dibujos de extrema exactitud, que hacen pensar en antiguos naturalistas viajeros que enviaban a las universidades europeas sus hallazgos. Surge la memoria de Darwin y más aún la de Alexander von Humboldt en su incansable peregrinar por América. Andrada revive en este caso sus propios inicios: terminada la licenciatura en Biología, comenzó a colaborar como fotógrafo con un equipo de investigación en Doñana. Las fotos de flores son ante todo informativas. No ocurre lo mismo con las de animales: una elegante ave de largas patas y afilado pico recorta su blanca figura contra un oscuro acantilado, mientras la iguana marina, tomada de frente y muy de cerca, adquiere los rasgos de un enigmático personaje de ciencia-ficción.

La exposición apunta aún más lejos, al modo de vida de los habitantes de la isla. Sólo son ciento cincuenta y sobre ellos y sobre toda Floreana se cierne la amenaza del turismo. Hay quien intenta devolver a la isla sus prístinas especies (y expulsar a las que llevó allí el mismo acontecer natural). Es un primer problema: ¿qué sentido tiene volver a un presunto paraíso perdido? ¿qué costes llevará este intento para las especies naturales y para los propios isleños? El segundo problema es el turismo propiamente dicho. Es sin duda un servicio (ahora lo llaman industria) que proporciona cuantiosos beneficios pero ¿a cambio de qué degradación medioambiental? Ante estas dos amenazas la muestra saca a la luz cuanto la isla tiene de lugar, esto es, de espacio vivido y articulado por los hombres y mujeres que la habitan. Algo muy distinto de la carencia de identidad que el turismo siembra en sus explotaciones.

Se ha dicho que el retrato fotográfico buscaba la psicología del retratado. Era quizá un legado de la pintura, donde el tiempo del posado anudaba complicidades entre el pintor y su modelo. En la fotografía las cosas quizá sean distintas. En ella, el entorno parece decisivo, sobre todo si recoge rasgos del modo en que los individuos lo hacen suyo. Creo que esta capacidad ha sido característica de Javier Andrada. En Floreana, las reiteradas estancias en la isla (necesarias para la indagación antropológica) han facilitado este menester: recoger con unos pocos signos la relación que han ido tendiendo hombres y mujeres con su entorno.

Por eso es convincente el Interior de la casa de Eduardo Proaño, con la presencia de las dos mujeres (¿madre e hija? ¿hermanas?) y el hijo de una de ellas. Las labores en el puerto, la satisfacción de un pescador con su enorme presa, el santero con la Virgen del Cisne o las escenas fúnebres levantan acta de la vida de los hombres y mujeres de la isla. Mención aparte merece el rostro de Erica Velásquez que mira fija a la cámara (sus ojos reflejan la silueta del fotógrafo) mientras dos muchachos al fondo rodean la figura que simboliza el año viejo.

Piezas de especial interés que demandan cuidada atención son los llamados polípticos. Redes de pequeñas fotografías que sintetizan aspectos cruciales de la isla. Una de esas redes recoge las diversas viviendas de la isla: su perfil, su encaje en el medio natural. Otra despliega los cuidados que exigen las tortugas: lechos de tierra, estanques, plantas que le sirven de alimentación. Con esto la exposición afirma su carácter antropológico y exige una actitud, como dije antes, propia de los antiguos gabinetes porque, como también ocurre en los jardines botánicos, el espectador tenderá a construir su propia visita.

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