TAN SOLO EL FIN DEL MUNDO | Crítica de teatro

No hay familia buena

Una escena de 'Tan solo el fin del mundo'

Una escena de 'Tan solo el fin del mundo' / Vanesa Rabade

A veces nos dejamos llevar por la corriente intelectual imperante, en este caso admitir sin más, que  Tan solo el fin del mundo del francés Jean-Luc Lagarce es una obra cumbre e imprescindible de la literatura contemporánea. Escrita en 1990 cuando el autor ya conocía que había contraído el VIH y que desgraciadamente en ese momento suponía la muerte como único desenlace. Este contexto personal está unido a la obra  desde su gestación aunque está probado que no es una historia autobiográfica salvo la coincidencia de que el personaje protagonista tiene la misma edad y vuelve a la casa familiar, tras años de desaparición, a contar que está enfermo y va a morir.

Lagarce, estudioso del lenguaje como pieza fundamental para su teatro, en la línea de Koltés o Rambert, convirtiéndolo en una pieza fundamental con la que jugar y experimentar se recrea con la palabra, en ocasiones, en detrimento de un acercamiento que facilite su llegada a los espectadores que, no olvidemos, son parte esencial en esta ecuación llamada teatro.

Israel Elejalde ama este tipo de dramaturgia intelectual y se enfrenta a la pieza de Lagarce con respeto. Naturalmente, huye de dar facilidades. Si Dolan, en su versión cinematográfica, evidenció que su protagonista era homosexual, lo que podría ayudar a entender la razón por la que los abandonó, Elejalde descontextualiza totalmente a su personaje y se centra en el estudio de la familia desbaratando cualquier tópico que la defienda.

Los soliloquios se suceden. Hermanos , madre y cuñada no hablan entre ellos. La primera parte se hace soporífera. Los actores son sombras en esa familia muerta. Recitan su texto buscando la frialdad. Hay trabajo, sí, mucho, pero solo epata no te toca.

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