Golpe de suerte | Crítica

Las reglas de Allen

Lo de ir a ver la-última-de-Woody-Allen era todo un ritual cinéfilo familiar hasta que la enfermedad de padre puso fin a una tradición de décadas. Desde entonces, con o sin necesidad de escribir sobre cada nueva película, yo sí he seguido (por él) acudiendo a la cita con un cine en franca decadencia aunque aún con destellos de ese esplendor que hizo del neoyorquino uno de nuestros autores de referencia.

Acosado por las nuevas oleadas puritanas, desmemoriadas y censoras, Allen sigue haciendo una al año pero desde hace tiempo ya lejos de casa, en una mezcla de exilio y turismo de lujo que no siempre le ha sentado bien a su cine. No es el caso de este Golpe de suerte afrancesado que, como muchos apuntan, es una de sus mejores películas recientes, un nuevo y ligero divertimento donde los homenajes (al Renoir de La regla del juego, a las novelas negras de Simenon o el cine de Chabrol) se integran de manera fluida en un sólido drama moral sobre el azar, el ensimismamiento de la alta sociedad, el amor romántico, la infidelidad, los celos y la mente criminal entremezclados en tono y forma para culminar en un gozoso desenlace que anuda todos los hilos que tan pacientemente se han ido tejiendo.

Si la escritura de Allen sigue intacta, efectiva y transparente, la alianza visual con Storaro, otras veces muy descompensada y molesta, encuentra aquí en el uso del plano secuencia, la paleta otoñal parisina y los azules interiores un equilibrio de formas que nos llevan en volandas por ese triángulo de perdición donde el humor (negro) se destila en sordina (de la banda sonora con un tema de Herbie Hancock al calculado histrión del marido que interpreta Melvil Poupaud) y donde una suegra (Valérie Lemercier) puede convertirse inesperadamente en la catalizadora de un ingenioso giro narrativo y tonal.

Como en la recordada Match point, Allen toma la distancia justa sobre unos personajes de otro tiempo y otra condición para hacer de ellos ejemplares modelos universales sobre el comportamiento humano, las mezquindades del alma y la inevitabilidad del absurdo.   

Son ya 50 películas, no sabemos si esta será la última y si ese plano de una mujer leyendo una novela manuscrita el postrero de una carrera memorable. Por si acaso, gracias por todo, señor Allen, en mi nombre y en el de padre.