La guerra (no) ha terminado
La I Guerra Mundial en el cine
En su quinta película sonora rodada en Hollywood, Ernst Lubitsch levantó un alegato antibelicista exprimiendo en un arranque memorable toda la elocuencia de su famoso 'toque'.
Remordimiento (Broken Lullaby, 1932), de Ernst Lubitsch.
La sinopsis vendría a ser ésta: atormentado por el sentimiento de culpa, un joven ex combatiente francés (Phillips Holmes) acude a la casa del soldado alemán al que ha asesinado en el frente para pedir perdón a la familia (Lionel Barrymore y Louise Carter) y buscar la redención. Incapaz de confesar la verdad, se enamora de la prometida del muerto (Nancy Carroll) y lucha contra la hostilidad de la comunidad y contra sí mismo para salir del engaño.
Hay dos películas peleándose en el interior de Remordimiento (Broken lullaby, 1932), el único drama propiamente dicho que Lubitsch rodó en Hollywood. Una abraza los albores del cine sonoro, sus primeros hallazgos significativos más allá de la palabrería habitual, sin abandonar ni un ápice todo el potencial de la expresión visual pura y la elocuencia del montaje. La otra inclina su balanza hacia las maneras algo altisonantes del melodrama talkie con mensaje (antibelicista, redentor, compasivo), hacia las interpretaciones enfáticas y los diálogos explicativos.
Scott Eyman (Ernst Lubitsch, risas en el paraíso, editado en España por Plot) hizo excesivo hincapié en los problemas de la segunda, apuntando incluso que Remordimiento era la peor de todas las películas del director de El abanico de Lady Windermere, Ser o no ser y El bazar de las sorpresas: "Un drama de bolsillo -escribe-, y además esquemático y mal integrado. Las actuaciones, pesadas e histriónicas, no convienen a la historia, que necesita interpretaciones discretas. Fue la única ocasión en su carrera americana en la que Lubitsch intentó transmitir un Mensaje, lo que resulta letal para la película".
Sin embargo, uno prefiere quedarse con los muchos méritos de la primera, sobre todo si toma como pretexto el deslumbrante arranque del filme, toda una sinfonía de precisión cinematográfica capaz de condensar en apenas unos minutos y con un ritmo frenético y musical un arco de tiempo que nos lleva de las trincheras, del vínculo entre dos soldados enemigos, al sufrimiento y el dolor del superviviente una vez acabada la contienda.
Un desfile militar en las calles de París celebra el año del armisticio (es el 11 de noviembre de 1919, nos anuncia el rótulo); un travelling recorre una hilera de sables en el pasillo central de una iglesia; el montaje muestra varios primeros planos de las condecoraciones, las botas relucientes y las pistolas de los generales y altos mandos mientras escuchamos palabras de paz y libertad desde el altar; sobre un cartel en el que se puede leer "Silencio, Hospital" oímos el estruendo de las calles; el sonido de sirenas y salvas despierta sobresaltado a un soldado que cree seguir en plena batalla bajo el fuego de los tanques; acabada la misa, un espectacular movimiento de cámara desciende vertiginosamente hacia las manos de un hombre que reza arrodillado tras el banco; los ojos aterrados en primer plano de nuestro protagonista se funden con los ojos del soldado alemán, ya muerto...
Son apenas tres minutos que condensan al mejor Lubitsch de todas su etapas, tres minutos que no pueden escribirse en guión alguno, sino que nacen de ese inconfundible toque que se traduce en una manera de mostrar/no mostrar, de una forma particular, simbólica y elíptica de encabalgar figuras visuales con sentido: y es que pocos planos en la historia del cine pueden ser más elocuentes sobre una toma de postura crítica ante la guerra (y sus responsables) que ése, de apenas unos segundos, en el que un desfile militar es filmado desde el punto de vista del hueco que deja la pierna mutilada y la muleta de un soldado que lo contempla.
Lo que luego sigue puede parecer esquemático, simplista u obvio en términos narrativos y dramáticos, carne de folletín post-bélico con buenas intenciones aunque de amargo final. Se trata, en todo caso, de la historia de una búsqueda desesperada del perdón y, por tanto, de un deseo idealista de reconciliación: los dos soldados son músicos, uno de ellos se apellida Holderlin, como el poeta, los dos proclaman su rechazo a la guerra, los dos se acaban fundiendo en uno a los brazos engañados del padre y bajo la mirada de la madre.
El guión de Vajda y Raphaelson no siempre afina sus estrategias y su tono. Sin embargo, en Remordimiento termina por abrirse paso el cine con mayúsculas de la mano de un Lubitsch capaz de sortear esos escollos con su habitual elegancia, y no sólo en ese portentoso arranque. Valga el plano trasero del marco con la fotografía del hijo muerto, o también esa secuencia en la que, al son de los timbres de las puertas que se abren, una comunidad puede convertirse en un clan de vigilantes y cotillas o incluso en una pequeña pandilla de usureros. La guerra, tal vez, no había terminado en todos los hogares alemanes. 1933 estaba a la vuelta de una hoja de calendario.
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