Imagen y gastronomía de España
La olla española | Crítica
La editorial Athenaica publica La olla española. Paisaje y cocina en la literatura de los viajeros foráneos (1670-1970), excelente obra cultural de Ignacio Romero de Solís, donde se acrisola la imagen de lo español, no solo en su aspecto gastronómico, durante los siglos XVII al XX

La ficha
La olla española. Paisaje y cocina en la literatura de los viajeros foráneos (1670-1970). Ignacio Romero de Solís. Athenaica. Sevilla, 2025. 416 págs. 40 €
El subtítulo de esta obra, una obra impar, grata y ambiciosa, es ya expresivo de lo que contiene. Paisaje y cocina en la literatura de los viajeros foráneos (1670-1970). La olla española excede con mucho, pues, el ámbito de lo gastronómico. Y ello a pesar de que su autor ha ejercido la crítica de tales asuntos, la re coquinaria de Marco Apicio, bajo el rubro o el pseudónimo de Ventura Comino. ¿Cuál es este ámbito al que nos referimos? Aquella amalgama porosa y fértil donde la sociología, la antropología, la gastronomía y el arte se cruzan bajo el signo de la historia cultural. Lo que el lector encontrará en las presentes páginas es una excelente selección de testimonios foráneos, muchos de ellos desconocidos para el público español, de los que se infiere una imagen en movimiento. Dicha imagen, sin embargo, no es solo la movediza imagen de lo español entre los siglos XVII y XX. Sino también, y acaso principalmente, la evolución de un modo de mirar que va desde la escritura maliciosa y punzante de madame d'Aulnoy a la visión romántica de Gautier, Hugo, Merimé, Ford, Custine, etc., cuyos intereses y cuya “óptica” son necesariamente otros.
Si en el XVI es Bodin quien vincula expresamente al hombre y al paisaje, como hijo natural de este; si en el XVII los reinos europeos se lanzan a buscar un linaje distinto del linaje clásico, que los constituya y distinga como país (en España serán los godos de que habló Quevedo, en Francia los galos de la Germania de Tácito, a los que tanta utilidad encontraría Montesquieu); en el XVIII y XIX se aquilatará una visión pintoresca de las naciones, vale decir, esencialista e inmóvil, que va de Kant a Herder, y de Fichte a Renan, cuya evolución y cuyo crecimiento vemos propalarse, en La olla española, por los diversos ámbitos en que el autor ha dividido el libro: “Vehículos, caminos y alojamientos”; “De la cocina a la mesa”; Agua, vino, bebidas y refrescos”; “Pan, migas, sopas y gazpacho” y “Garbanzos, arroz y bacalao”. Como es fácil suponer, los testimonios aquí seleccionados no siempre serán favorables a los lugareños objeto de estudio y observación; y tampoco a las virtudes y bellezas -si las hubiere- del país visitado. De ello resultará que, en ocasiones, dichos testimonios testimonien más de los prejuicios o las inclinaciones de cada viajero, que de la realidad honestamente consignada. En este sentido, José María Perceval sostenía, no hace mucho, que la “orientalización” de España y Rusia se debió, en buena parte, a los libros de viaje del marqués de Custine tras la derrota napoleónica.
En esta obra se consigna la imagen foránea de lo español durante tres siglos
La propia estructura de La olla española permite discernir con cierta facilidad el carácter y la intención de cada viajero. A pesar del doble hilván, temático y literario, con que Romero de Solís estratifica y compacta su obra, existe una sutilidad ulterior, que consiste en aquello que el autor, deliberadamente, omite. Si bien es cierto que La olla española se sustenta en la prosa ligera y erudita de Romero de Solís; son los numerosos testimonios aquí agavillados y dispuestos con oportunidad, los que permiten al lector adivinar la estructura de un fenómeno que se revela especularmente, mediante la retirada estratégica e inteligente del consignatario. A tal respecto, cabe vincular esta composición, de apariencia cumulativa, con la obra de los Pasajes de Walter Benjamin. Por supuesto, también podríamos encontrar otros ecos y referencias que hacen al caso, desde el estupendo José Esteban y su Breviario del cocido al Pedro Plasencia de A la mesa con don Quijote y Sancho. Sin embargo, es en un ámbito exterior a lo coquinario donde hallamos una similitud más completa. Por ejemplo, en El viaje a Italia de Attilio Brilli, cuya ambición de totalidad orilla, no obstante, los fogones; o el ya mencionado Benjamin, cuyas conclusiones sobre el XIX parisino se hallan implícitas al texto, como resultantes del modo particular en que se ha dispuesto la obra.
La singular importancia de La olla española (un emocinante “homenaje a España”, según declara su autor), reside pues en esta perspicaz sutileza: en la manera en que la consignación ilustrada del país, o el canto exótico y apasionado de sus virtudes y fracasos, se transparece y se declara a sí mismo tras la ordenada lectura de sus páginas. Es esta forma de observar el mundo, del XVII al XX, la que vemos evolucionar aquí en sus expresiones más interesantes. No por casualidad, este modo de mirar, esta fórmula de conocimiento, coincide y se interpenetra con los paisajes pictóricos (en el XVII se llamaba “países” a este tipo de pinturas). Tampoco es un hecho azaroso, sino al contrario, que nos encontremos en el ápice histórico del pintoresquismo y su extensión “científica” por todos los órdenes. Uno de estos órdenes será la gastronomía, como expresión y resumen, como alma aromática -o hediondo epifenómeno- de un pueblo. Otro de ellos será la caracteriología del español, que aquí veremos oscilar de lo sublime a lo grotesco.
Una última virtud de La olla española queda ya insinuada: la de constituirse en obra seminal y fuente de consultas para futuras indagaciones literarias y eruditas. A la inusual y heteróclita colección de viajeros que Romero de Solís apronta en estas páginas, debe añadirse la propia valía literaria de su autor, cuya inteligencia como lector -cuya templada consideración de otras geografías y otras cocinas-, no ha hecho sino acendrar un razonado y admirable amor a la tierra y a las gentes del país; y en suma, a la ventura histórica de España.
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