Crítica de Teatro

La importancia de llamarse 'cantante calva'

Si Ionesco levantara la cabeza se sorprendería del culto que ha alcanzado su obrita La cantante calva. La ópera prima del rumano se ha convertido en el epítome del teatro del absurdo. Nació del desprecio a un manual para aprender inglés (con sus estúpidas frases sin sentido) y de la aversión a una sociedad burguesa. Con un lenguaje lleno de sentencias inconexas, de escritura automática que Ionesco visualizó como una tragedia pero que el público hizo suyo captando el humor que encerraba, esta pieza, sin pies ni cabeza, consiguió empatizar con el espectador que acabó viéndose reflejado en esos matrimonios que no tienen nada que decirse y llenan sus conversaciones de lugares comunes. La fama de esta cantante calva, que en ningún momento aparece en el escenario, hace que soporte casi cualquier puesta en escena. Adorada por generaciones que comenzaron, gracias a ella, a conocer el absurdo más naíf, antes de adentrarse en el más trascendente de Beckett (Esperando a Godot) la versión de Luis Luque goza de todos los ingredientes para ser un buen espectáculo. Tanto, que creo que sus actores son demasiado buenos para esta pieza que, en su origen, sólo quería epatar, molestar y hacer un poquito pensar. El problema de esta propuesta es que alarga demasiado el original (no olvidemos que, junto a La lección, otra pieza breve, hace sesenta años que se representa ininterrumpidamente en el Théâtre de la Huchette de París en un mismo programa). Por otra parte, la dirección lo lleva hacia la caricatura buscando descaradamente la sonrisa del público. Ozores, Tejero, Climent, Ruiz, Pereira y Lanza están geniales y se agradece el toque sexual que anima esta versión dándole el punto irreverente que ha perdido con los años. El absurdo está instalado en nuestras vidas, sólo hay que recordar La hora chanante.

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