De Libros

La intimidad del monstruo

El primero de enero se cumplieron dos siglos de la publicación anónima del Frankenstein de Mary W. Shelley. Ésa es, probablemente, la razón que impulsa la edición de esta novela biográfica, desconocida hasta 1959, y donde la joven Shelley ocultó sus cuitas tras el nombre ficticio de Mathilda. También se ha querido vincular la obra de Shelley con la ideología de sus padres, los ensayistas William Godwin y Mary Wollstonecraft, adscritos al anarquismo y al feminismo augural de su siglo. Con esta vinculación de corte progresista, sin embargo, se olvidan dos hechos de suma importancia: el pasado calvinista de William Godwin, que lo condujo a otro tipo de radicalismos; y el origen de Frankenstein y su dilema moral, que se encuentra en unos versos del libro X de El Paraíso perdido de Milton.

Quiere decirse que presentar a Frankenstein y a su autora como hijos naturales del progresismo británico es un candoroso error que no debiéramos permitirnos. De hecho, y a la vista de las páginas de esta nouvelle, escrita en 1819 (un año después de publicado su Frankenstein y tres años antes de que se ahogue su marido), cabe preguntarse cuánta de la soledad que Shelley atribuyó a su monstruo, cuánto del trémulo y violento desamparo que agita el corazón de su criatura, perteneció en realidad a ella misma.

No debe olvidarse, a este respecto, que su madre murió al alumbrarla a ella, y que su padre la envió a Escocia para alejarla de él y de su nueva esposa. Con lo cual, y al margen de la admiración que Shelley pudiera sentir por la obra de sus padres, es legítimo pensar que su temprana orfandad –esa orfandad que aflora con juvenil y dramático impudor en Mathilda–, debió conformar perdurablemente el imago mundi de su autora. Tanto es así que resultaría muy fácil explicarnos Frankenstein sin acudir a la ideología de sus progenitores. Sin el concurso de un Dios, un Dios humano, colérico y dubitativo, como Víctor Frankenstein o el propio William Godwin, esta tarea sería imposible.

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