Dos obras maestras de Pina Bausch visitan el Liceu de Barcelona
El miércoles se presenta 'La consagración de la primavera' y 'Café Müller', dos de las piezas con las que la gran coreógrafa y directora del Tanztheater de Wuppertal cambió el curso de la historia de la danza
Casi todos los años, Pina Bausch y su Tanztheater de Wuppertal recalan en España, en Barcelona casi siempre aunque también suele visitar el Festival de Otoño de Madrid, en el que los días 17, 18 y 19 del próximo mes de octubre presentará uno de sus últimos trabajos: Wollmond (Luna llena). Sería estupendo que algún teatro andaluz apostara por ella aunque, en realidad, poco importa dónde se presente pues, como sucede con los partidos de la selección española, sus numerosísimos admiradores, haciendo a veces grandes esfuerzos, se encuentran, invariablemente ilusionados, en el foyer del teatro que corresponda. Y es que Pina Bausch (1940) es una de las más grandes creadoras del siglo XX, amén de haber inaugurado una nueva corriente escénica que recibió el nombre de teatro-danza y de la que han bebido no sólo bailarines y actores de todo el mundo, sino artistas de otros campos bien diferentes. Muestra de ello es el pequeño homenaje que le rinde Almodóvar en Hable con ella.
Esta ocasión, sin embargo, resulta en verdad extraordinaria, ya que la coreógrafa repone dos de los trabajos más emblemáticos de toda su historia. Dos obras que poco tienen que ver con esos hermosos espectáculos-río que la caracterizan y en los que danza, textos, humor, recuerdos y collages musicales se mezclan en larguísimas veladas llenas de meandros que nadie como ella es capaz de organizar.
La primera, cronológicamente hablando, es La consagración de la primavera, estrenada en diciembre de 1975 -Franco acababa de morir- y en la que sigue fielmente los inusuales recursos rítmicos, además del espíritu violento y sombrío de la partitura de Stravinski. Un ballet sobre las tradiciones de la Rusia pagana que Diaghilev (de los Ballets Russes) había encargado al compositor y que, coreografiado por el gran Nijinksy, fue violentamente abucheado en su estreno, celebrado en 1913 en el parisino teatro de los Campos Elíseos. A pesar del fiasco, son casi un centenar las versiones que se han realizado posteriormente, incluidas las de Maurice Béjart, Angelin Preljocaj o Martha Grathan. Entre todas ellas, altamente metafóricas, se impone la de Bausch y sus 32 bailarines, la única que entra de frente en el relato -el sacrificio ritual de una virgen que es condenada a bailar hasta la muerte ante su tribu para celebrar la primavera- y expresa, tanto en las escenas corales, lucha encarnizada entre los sexos, como en el solo final de La Elegida, toda su violencia desasosegante.
Por otra parte, a pesar de que algunos teóricos la sitúan en una etapa anterior, La consagración es la primera pieza de teatro-danza de la Baush, la única completamente bailada. En ella encontramos por primera vez la danza -como sujeto y como objeto- en el centro de todo su discurso creador así como una necesidad feroz de luchar contra una naturaleza tan efímera -la de la danza- que no le deja más salida que la de la desaparición. Una lucha en la que, en vez de a la palabra, recurre a otros elementos, como al suelo ideado por su gran colaborador Rolf Borzik (fallecido en 1980) y que aparece cubierto de una tierra húmeda que va mancillando los evanescentes vestidos de las bailarinas y perturbando los movimientos de unos bailarines que, de este modo, tienen que enfrentarse a un elemento real.
La consagración de la primavera es la última pieza completamente danzada de Pina Bausch pues, como ella misma ha afirmado, "la vida actual no puede ser bailada a la manera tradicional... [...] y yo tuve que sacrificar mi propia danza para encontrar la forma de incluir en el movimiento los problemas de nuestro mundo". A partir de ella, por encima o en el corazón de los sentimientos y de las muchas historias que ha contado, presente o ausente, aparece siempre la danza. Y en ese nuevo universo es donde se coloca su ya mítico Café Müller, una sintética pieza de cuarenta minutos, estrenada en 1978 con tan solo seis bailarines, ella misma incluida. La primera y última vez que Pina Baush ha bailado en una de sus creaciones.
En escena, las sillas y las mesas de un café, reminiscencia tal vez del que los padres de la artista regentaban en Solingen. Una especie de cárcel de la que sólo se sale por una puerta giratoria y en donde todos luchan sombríamente entre los comportamientos aprendidos y la necesidad de ser uno mismo; entre el ansia de acercase al otro y el de huir. Y en medio, abriendo camino a unos y a otros, el propio escenógrafo, Rolf Borzik. Junto al silencio, las músicas de Henry Purcell.
En ambas piezas Pina Bausch elige la belleza sin excluir la violencia y, sobre todo, como Shakespeare, como todos los grandes, muestra pero no interpreta, ni juzga. Dos breves pero monumentales trabajos que estarán en el Teatre del Liceu de Barcelona del 10 al 14 de septiembre.
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