El Betis ha sido mejor que el Sevilla en ese canto a la regularidad que es la Liga y por eso va a acabar, si no media un vuelco disparatado, por delante de su vecino cuando se eche el telón en tres jornadas. Pero chirrió mucho, demasiado, el partido que perpetraron los verdiblancos en el Sánchez-Pizjuán. Su actitud retraída, sin ser capaz de mirarle a los ojos y quitarle la pelota a un enemigo tan disminuido, no alienta el orgullo bético.

El Sevilla salió visiblemente disminuido no tanto por el desgaste de los titulares, pues sólo repitieron Gudelj, Rakitic y Óliver Torres de los actores que tumbaron a la Juventus tres días antes, sino por la manifiesta merma en el potencial que conllevaron las aconsejables rotaciones que ordenó Mendilibar: en cuanto Jesús Navas salió y dibujó varios ataques, el último reticente a reconocer que Montiel baja demasiado el listón se convenció de ello. Y de la diferencia de Acuña con Telles. Tampoco es lo mismo Lamela pisando y pisando la bola como en un partido de fútbol sala, que el galope poderoso y contagioso de Lucas Ocampos. Cotejar al titular Rekik con el suplente Badé ni siquiera cupo: fue tan ínfima la aportación de Borja Iglesias –no pudo quitarse la espina de su bajísimo nivel en los derbis– que el central neerlandés apenas se apuró.

La actitud del Betis en el primer derbi con Pellegrini en el Villamarín, cuando entonces el muy disminuido era él, debe ser tan irrenunciable como el escudo de las trece barras en el pecho. Y no. demasiadas veces aflora una tibieza en el ánimo que se rompe con un chispazo desproporcionado, esta vez de Juan Miranda.

Al final, volvió a quedar de manifiesto que el Sevilla juega con más entereza estos partidos de pelaje tan especial. Fue mejor, sobre todo tras el descanso, pero dejó escapar vivo al Betis en ese asedio con un jugador más. Los béticos resoplaron satisfechos al final: lograron el mayor botín posible si no hay un solo remate a la portería.