Veinte años por delante lo son todo cuando se tiene esa edad de estar en manos de un canguro, los peluches son centinelas del sueño y los verbos irregulares suponen un trabalenguas que genera risas inolvidables en los adultos. Algo más de veinte años hace que Alberto Jiménez-Becerril está sin sus padres, caídos en la calle Don Remondo porque así lo decidió un terrorista de ETA que llevaba meses entre nosotros. Alberto se hizo mayor de edad, un día lo conocimos como alumno del colegio de los Maristas, compartimos un café inolvidable en Ochoa junto a su profesor, el latinista Juan José Morillas. Siempre ha sido un chico protegido en el burladero de la discreción y confiado en su tía Teresa, hoy diputada en las Cortes y antes eurodiputada.

Alberto, aquel niño que todos protegemos desde enero de 1998, ha tenido que salir al ruedo para responderle a un majadero y honrar la memoria de sus padres. Una nación está enferma cuando homenajea a asesinos, recibidos con vítores y bengalas, y cuando algunos se escuecen porque se guarde la memoria de los inocentes muertos por la barbarie terrorista. Aceptémoslo. El mal existe. Los malos existen. Y en muchas ocasiones habitan entre nosotros, como durante esos meses convivieron con nosotros aquellos malvados que hasta compraban torrijas en cuaresma. La sangre no se puede maquillar, como algunos ahora pretenden, desde las instituciones. No se puede siquiera limpiar sin justicia y sin el perpetuo recuerdo a los muertos, que nunca es odio o revancha, sino la honra debida.

En la calle Don Remondo, querido Alberto, siempre hace frío desde aquel final de enero porque todo sevillano cabal tiene un recuerdo para tus padres, una oración, un instante de silencio, un dónde estaba yo aquella noche. El tiempo se quedó detenido en esa calle para miles y miles de sevillanos. Nadie impedirá que la ciudad siga su día a día, labrando su futuro como urbe, pero sin olvidar a sus mejores hijos. La memoria de tus padres nunca es incómoda. Es necesaria para sentirnos mejor como ciudad, para ser mejores personas y mejores ciudadanos. Cierta pretensión de olvido es aliada del egoísmo, de quienes quieren pasar página no para vivir mejor, sino para no recordar cuanto no les interesa. Quieren calmar sus conciencias a costa de negarnos la posibilidad de conocer la historia más reciente, rezar en público por nuestros muertos y tenerlos presentes con la sencillez propia de quienes no desean el mal ajeno, sino tan sólo que dejen a los suyos descansar simplemente en paz. No permitiremos majaderías sin respuesta, ni un silencio impuesto sobre cuanto ocurrió aquellos años. Explicaremos a nuestros hijos quiénes fueron tus padres y por qué fueron abatidos, las anécdotas que vivimos con ellos en el Ayuntamiento o en los bares que frecuentaban en aquellas noches de jueves, la homilía del arzobispo valiente cuando cierta jerarquía eclesiástica del norte miraba hacia otro lado. Tus padres muertos son nuestros muertos. No nos molestan. Nunca nos molestarán.

Fíjate si es grande su recuerdo que hasta en agosto se siente un escalofrío al pasar por Don Remondo, el lugar donde la ciudad siempre tiene una lamparilla encendida en recuerdo de dos vecinos. Dos de los nuestros que vivieron sin molestar, con la alegría de padres jóvenes. Algunos pretenden ahora que lo olvidemos todo. Honrarás a tus padres. Y al hacerlo, Alberto, estarás honrando también a la ciudad que nunca los olvida.

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